Ya vienen

Guillermo Bawden

Cuando empezó, estaba en la sala de espera del Reina Fabiola. Me había caído unos días antes, en la peatonal, empujado por un montón de gente que subía desde Colón por San Martín, huyendo de lo que en ese momento se informó como incidentes con los manteros de la peatonal y que hoy sabemos que fue otra cosa. Estaba sentado entre dos mujeres que charlaban sobre alguien internado, mordido en una fiesta en su barrio, tiraban los cuerpos para adelante para hablarse y yo me apretaba contra el respaldo, con el bastón blanco descansando sobre el hombro derecho. Por sobre la charla de las mujeres escuché, lejano, un vidrio que se rompía, un grito de mujer, un hombre que insultaba. Puse una mano adelante para darles a entender a las mujeres que me iba a parar, les pregunté si habían escuchado algo, me dijeron que no y me dirigí entonces a la recepción.

—Señorita, me parece que al fondo del pasillo pasa algo. Escuché gritos.

—No es nada señor, vuelva a sentarse, ya lo van a atender.

No volví a mi asiento. Escuché cómo venían varios hombres corriendo y me quedé quieto, alguien preguntó qué pasaba y otro respondió que la presencia policial se debía a que se había escapado uno de los presos que suelen tener internados. Volví a oír gritos y por el silencio que se produjo en la sala de espera supe que esta vez, todos habíamos experimentado la sensación de temor. Cuando sonó el primer disparo, pude oír como todos se sobrecogían, o tal vez me hice la idea de que los que estaban en la sala de espera habían hecho lo mismo que yo. Escuché una voz que nos ordenó calmarnos y salir hacia el patio principal. Sentí una mano que me tomaba el brazo.

—¿Está bien, señor? —dijo una voz femenina.

—Sí, gracias. Gracias.

En el patio, nos ordenaron estar juntos. Unos minutos de silencio precedieron a una verdadera sinfonía de gritos, vidrios rotos, llantos. Nos ordenaron subir a los camiones, de dos en dos.

—¿Qué pasa? —dije esperando que la mujer que aún me sostenía del brazo me contara un poco más.

—Son los milicos, hay que subirse a los camiones. No sé qué está pasando. —dijo y se quedó en silencio. De repente me apretó más el brazo y puso su cabeza en mi hombro, desconcertándome. Un segundo después oí un sonido extraño, como frutas rompiéndose en el suelo. —Se están tirando de las ventanas. —dijo la mujer y se largó a llorar.

Subimos al camión de gendarmería, poco más que como ganado. Como en el colectivo alguien me dejó sentarme en la incomodísima banqueta para la tropa. Anduvimos un largo rato, casi todos intentaban llamar a sus casas y el sonido de los celulares se mezclaba con el que llegaba de las calles, gritos, explosiones, disparos. Un gendarme lanzaba cada tanto un tranquilos señores, tranquilos. Cuando alguno lograba comunicarse, los otros vitoreaban como si estuviéramos siguiendo la final de un campeonato. No sabía dónde estaba la mujer que me había ayudado a salir hasta que volvió a tomarme el brazo.

—¿Está bien? —preguntó

—Sí, sí, gracias.

—Sofía. Me llamo Sofía.

—Graciani, Hugo Graciani. —dije como si estuviera haciendo un trámite.

—Si quiere le presto el celular, aunque creo que está el servicio caído. Ni mensajes ni Whatsapp.

—No, gracias. ¿Vos te pudiste comunicar con tu gente?

—No. Estoy tratando desde que nos subimos al camión.

—No sé, esto es terrible, ¿no ves la calle? —dijo y de inmediato pidió perdón.

—Está bien, contame un poco, te aseguro que lo que se escucha es igual de horrible que lo que estás viendo.

Me contó en voz baja, muy cerca de mí. La calle extrañamente vacía, los soldados en cada esquina y cruce de calle. Los otros camiones. La poca policía. El relato se cortó cuando el camión frenó y escuchamos al conductor pedir instrucciones. Le dijeron que siga derecho por Colón, que había tres puestos de mando, Central de Policía, CPC Colón y Nudo Vial. En la Cárcano le iban a dar instrucciones. El viaje siguió y de a poco el silencio se adueñaba del camión haciendo todo un poco más tétrico. En el CPC Colón nos enteramos que íbamos al Estadio Kempes. Zona tres de seguridad y control Kempes, como dijo el soldado que habló con el conductor. Cuando llegamos, nos hicieron bajar y preguntaron si había parientes entre nosotros. Dos mujeres dijeron que estaban con sus hijos y para mi sorpresa, Sofía dijo que éramos primos. Nos hicieron formar y pidieron que avanzáramos despacio. Sofía me dijo que estábamos por entrar en una carpa para una revisación médica.

La revisación fue rápida. Una médica o enfermera llamó a un superior cuando me sacó los lentes negros y vio mis ojos muertos.

—Es un no vidente, doctora. —escuché que le decían.

La mujer se disculpó y me franquearon la entrada. Una mano fuerte de hombre me llevaba y unos pasos después se cambiaba por una mano que ya conocía.

Sofía y yo caminamos un trecho largo. Oía muchos pasos de gente que caminaba casi en silencio, sollozaban y las ordenes de seguir caminando y no detenerse. Al fin, luego de una caminata que me pareció eterna, nos dejaron sentar.

—Estamos en el parque del Kempes. —dijo Sofía. —Hay milicos repartiendo frazadas y más allá veo un camión con cocineros, parece que vamos a dormir acá. ¿Estás bien?

Pasamos diez días entre la incertidumbre y los rumores. Algún soldado soltaba poca información, los que iban llegando completaban con algún dato más. Un virus parecido a una rabia pero de una ferocidad extrema había afectado a gran parte de la población mundial. Los rabiosos mordían como perros salvajes a quien tuvieran al alcance, esparciendo virus. Una vez mordido, no tardabas más de tres horas en perder el raciocinio y atacar a cualquiera, familia incluida. Argentina, contra todo pronóstico no estaba tan mal. Al menos el ejército aún estaba en acción. Por ejemplo, no había noticias de Brasil, que algunos identificaban como el origen del virus. Internet estaba caído o era casi imposible de usar. Algunos mostraban videos de Youtube bajados cuando pudieron conectarse. El problema era mundial. Fue por un video que escuchamos por primera vez que los infectados no eran rabiosos sino otra cosa. Sofía me relataba el video que mostraba como un niño de unos nueve años le disparaba a un hombre varias veces y este seguía caminando sin caer ni detenerse por los disparos. Al final del video el niño miraba a la cámara y decía en francés: On peut pas les tuer parce qu´'ils sont déjà morts. Alguien preguntó que significaba. Otro preguntó a los gritos si alguno hablaba francés.

—No se los puede matar porque ya están muertos. Eso dice. —soltó un hombre con la voz temblorosa.

Era algo que ya se decía en el campamento, algo que era una realidad que ninguno quería aceptar pero que estaba allí, inamovible, pétrea, como una lapida. Nuestros muertos, los muertos caminaban más allá de los perímetros de defensa, sin razón, sin sentir, sin otro objetivo que morder, morder carne viva. Poco a poco, primero los soldados, después los médicos y por últimos los hombres al mando fueron admitiendo la situación. La gente pedía armas para defenderse, se comenzó a gestar una sublevación en busca del arsenal del campamento, incluso se organizó una marcha hacia el puesto de comando en el Estadio, exigiendo armas. La situación se zanjó con una entrega de palos de escoba, afilados en una punta y algunas estacas de madera. Un soldado pasaba todas las mañanas y enseñaba cómo golpear y dónde golpear para matar al infectado. Todo sonaba increíble, irrisorio, instrucciones para matar a un muerto. Yo no tomé ningún palo, ninguna estaca. Sofía se adjudico el puesto de guardia personal y se dedicó a aprender como lanzar los mejores puntazos. A la noche me contaba que la mejor manera era apuntar a un ojo y entrar al cráneo desde allí. Mis ojos muertos se movían cuando escuchaba que puntas afiladas picaban y destrozaban otros ojos muertos. ¿Pueden ver, ellos?

Me despertaron gritos, a lo lejos, como en el hospital. Pude despertar a Sofía antes de que sonaran los primeros disparos.

—Ya vienen —dije

Lo primero que pensé fue en dejar a Sofía que huya sola, yo era un estorbo en medio de una multitud que iba desesperada de un lado al otro; pero ella me tomó del brazo y empezamos a correr. Nos detuvimos una vez, escuché una secuencia larga de disparos tan cerca que me dejaron sordo un buen rato.

—Estamos vivos. —dijo Sofía

—Allá, súbanse a un colectivo —dijo una voz masculina antes de seguir indicando posiciones para el disparo.

Zigzagueamos, parecíamos alejarnos de los disparos o acercarnos. Por momentos los gritos, constantes y provenientes de todos las direcciones, se apagaban bajo las ráfagas de disparos. Fue cuando me di cuenta de que Sofía y yo también gritábamos sin parar. A pesar del miedo no podía dejar de pensar que el ruido alrededor era una amplificación del sonido de un parque en domingo, las ramitas quebrándose bajo los zapatos, el aire expulsado en cada paso de un corredor, el juego infantil. Tal vez estaba tratando de calmar el terror que era lo único presente en ese momento.

Mi pie derecho chocó contra un cuerpo caído. La mano de Sofía se desprendió de mi brazo y fui al suelo, escuché ese sonido de rama seca quebrándose seguido de un dolor intenso en el tobillo. Grité.

—Está quebrado. Vamos señorita tenemos que seguir.

—No lo voy a dejar. ¿Está loco?

—No puede caminar, no puedo usar hombres para cargarlo. Si usted se quiere quedar, no puedo impedírselo.

Sofía insultó al soldado, discutieron un poco más. Le pedí a Sofía que se detenga, que tenía que irse, que no había opción. No dijo nada, sollozó y me tocó la cara. Tomé sus manos, las besé y le di las gracias. Sentí como la levantaban y se la llevaban. Intenté sentarme pero el dolor era paralizante. Una mano se posó en mi hombro y grité, aterrorizado. Era un soldado que tomó mi mano, la abrió y puso en ella un revolver.

—Tiene seis balas. —dijo

—Ok, gracias.

—No, escuche. Si pone el cañón en la boca, apuntando hacia arriba, sólo hace falta una.


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