Unas notas para recordar a Berna
Marcelo Casarin

Cuando volví estaba dispuesto a hacer alguna cosa, no porque necesitara dinero estrictamente: en todo caso, no me hacía gracia echar mano a los ahorros de años. Tenía una modesta jubilación europea que para vivir aquí parecía suficiente; tenía también una suma líquida importante en moneda fuerte, depositada y disponible en tres bancos extranjeros. No se piense que hablo de una fortuna, sino de una cantidad como para tirar un par de décadas con austeridad y sin sobresaltos. Además, soy propietario de dos inmuebles: uno acá en mi ciudad, la modesta casa de mis padres en barrio Matienzo, en la calle Los pinos 245; el otro, en Barcelona, un poco más grande que un estudio, donde viví los últimos años de mi exilio voluntario. Celebro haber escuchado la sugerencia de mi amigo y asesor inmobiliario, quien me recomendó comprar esa propiedad que arrendé por más de 20 años y disponerlo después para el alquiler temporario a turistas. Podrás ir y venir a tu aire, me dijo y mientras cobrar una renta. Barcelona es mi lugar, tanto como fue Córdoba en mi juventud. En la ciudad catalana pasé mis últimos 30 años.
Lo cierto es que a la vuelta del camino me ofrecieron escribir, una vez por mes, para una revista digital que me sorprendió por la calidad de sus notas, y por la osadía de la empresa: un número mensual, a pulmón. Sus directores, Jackie y Gabriel, conocían mis crónicas europeas, las que escribí por años para La vanguardia.
Mucho antes de que llegara el momento, me había prometido que una vez que obtuviera mi retiro, y habiendo alcanzado la condición de sexagenario, solo escribiría ficción. Pero ya lo profetizó Pessoa: "Si algún día me sucediese que, con una vida firmemente segura, pudiese escribir libremente y publicar, sé que tendré nostalgia de esta vida insegura en la que apenas escribo y no publico". No publicaba ficción, o lo hacía muy de vez en cuando: una serie de narraciones que me dieron una considerable reputación entre familiares y amigos; y cierta complacencia de la crítica que trataba bien esos libros de un periodista; un periodista muy reconocido por sus crónicas en uno de los diarios de más importantes de España, y quien solo publicaba en editoriales pequeñas novelitas destinadas a pocos lectores (por elección, me decía).
El asunto es que los editores de la revista me sugirieron que buscara personajes de la ciudad, vivos o muertos, a cuya historia mi pluma pudiera ponerle una nota de color. Así dijo Gabriel y agregó que podía empezar por algún cuartetero. Demoré unos segundos en darme cuenta de que se refería a un músico de cuarteto, la más auténtica expresión cultural local según él. Insinuó que fuera el reconocido como "el cordobés más famoso", la Mona Jiménez. Mis años de ausencia en la ciudad no me impidieron saber de este fenómeno popular; sin embargo, pensé rápidamente, no me interesaba escribir sobre un triunfador, vivo y vigente como él. Además, les dije, seguramente le encontraría algunos defectos al ídolo y no tenía muchas ganas de entrar en discusiones banales a esta altura de mi carrera, de mi vida.
Les pedí un tiempo para pensar y decidir el personaje y les dije que era condición para mí contar con total libertad: temática, genérica, tono, registro, extensión, etc. Estuvimos de acuerdo. De esa conversación me retiré con una cierta inquietud. No tenía ningún interés por esa música y sus bailes. Pero los cuartetos estaban en mi infancia. No por elección, por imposición: cuando por motivos de trabajo de mi padre fuimos a vivir a La Calera, mamá y papá alquilaron una casa casi en la esquina de 9 de julio y General Paz. En la manzana contigua estaba el Club Sportivo: las ventanas de la casa, el cuarto de nuestros padres y el de los tres hermanos, quedaba a menos de 30 metros de los altavoces, unos conos grises que hacían de los sábados un infierno y dormir era imposible.
Por el salón del Club Sportivo Calera pasaron en esos primeros años 70 los grupos más importantes de la época: La Leo, Berna, Carlitos Rolán y el Cuarteto de Oro. Me vino a la memoria una noche, seguramente un sábado en que había visitas en casa. Hacía calor y los niños estábamos en la vereda jugando quién sabe a qué: lo cierto es que estaba Miguelito, un vecino con el que éramos muy compinches entonces y creo que fue idea de él colarnos al baile. Conocíamos bien el club y entramos por una puerta lateral que daba a la cancha de fútbol. Una vez adentro, fue fácil pasar desapercibidos porque era un baile familiar y había otros niños. Era la primera vez que yo estaba adentro y era un momento de mucha efervescencia y algarabía, al menos es lo que recuerdo. Miguelito, que era un poco mayor que yo, quería ver a las chicas bailar y se plantó al lado de la pista; yo no tenía más de nueve y me daba vergüenza la exposición y enajenación que produce la danza (por ejemplo: odiaba ver bailar a mis padres); lo cierto es que me atrajeron más los músicos, y me acerqué hasta abajo del escenario, justo en el momento en que terminó un tema. En los altoparlantes se oyó que "Berna y su sensacional cuarteto" nos acompañarían hasta la madrugada. Y que siga la música, dijo el presentador.
Los músicos eran muy jóvenes. El cantante era bastante gritón, pero era gracioso y hacía morisquetas. A un costado, con el piano casi tapándolo había un gordito risueño que tocaba y movía los hombros y la cabeza como si fuera un muñeco de goma. Yo me detuve a observarlo y en un momento me guiñó el ojo. Y después siguió tocando y tocando el piano y de vez en cuando me miraba y sonreía y volvía a guiñarme el ojo. Ese recuerdo, el del pianista que sonreía me visitó muchas veces bajo la forma de un recuerdo persistente y lejano. A veces, solo la sonrisa, como una foto recortada. Era una sonrisa triste.
El dueño de la sonrisa era Berna; su nombre, un apócope de Bernardo; y Bevilacqua su apellido.
Se me ocurrió entonces que podía escribir sobre él. O sobre su sonrisa triste. ¿Por qué? Se me ocurrió que en ese recuerdo había algo de la sonrisa triste del payaso. Qué importa. En todo caso: por qué se me vino a la cabeza y por qué razón me pareció que podía escribir sobre él. ¿Podía? ¿Debía? Cuando le preguntaban a Tomás Eloy Martínez por qué se le ocurrió escribir Santa Evita solía responder con una anécdota: una noche en la que peleaba Gatica y Perón era invitado de honor, entre el público había una muchacha que quería ser actriz y se llamaba María Eva Duarte. Al verlo ingresar a Perón al Luna Park se hizo lugar entre el gran número de personas que la separaban del líder, esquivó a la custodia y se le colgó del cuello al futuro Presidente de la Nación y le habló al oído. Para tratar de entender qué le dijo Eva a Perón, contaba Martínez, escribí la novela. La estatura histórica de Evita y la de Berna son incomparables; también lo son la tremenda investigación de Eloy Martínez con la modesta pesquisa que yo estaba dispuesto a llevar adelante. Pero entonces ya había encontrado el punto de partida: para saber que había detrás de esa sonrisa triste que me fue destinada cuando era un niño, me dispuse a escribir sobre Berna.
Hice una búsqueda rápida en Internet y encontré apenas una entrada de Wikipedia que daba unos pocos datos de su vida (nacimiento y muerte), las bandas que formó, los 28 discos que grabó y muy poco más. La falta de información sobre mi objeto de investigación me entusiasmó y me inquietó en igual medida.
Hice unas pocas consultas entre algunos amigos que conservaba después de tantos años de ausencia. En síntesis, todos ellos sabían quién había sido, pero desconocían qué suerte había corrido. Solo una amiga me dijo que hacía años que no figuraba en los escenarios ni sonaba en las radios, mucho antes de su muerte.
Cuando les confié mi idea a Jackie y Gabriel, estuvieron de acuerdo en que Berna iba bien para comenzar la serie. Prefiero que no hablemos de serie, les dije. Solo puedo comprometerme a intentar con uno, después veremos, agregué. Coincidimos en que valía la pena ocuparse de este borrado de la memoria cultural cuartetera de Córdoba. En definitiva, aceptaron y aseguraron que me harían llegar información si la conseguían.
Como solía hacer en mis últimos tiempos de periodista, empecé a googlear minuciosamente: si había poca información, era necesario hacer búsquedas cruzadas. Pero luego de un par de horas de trabajo, la cosecha fue magra.
No me gusta mucho el trabajo etnográfico que he admirado tanto en algunos colegas. Siempre preferí los archivos e Internet se había convertido para mí en el mejor de todos. Supe que en el Paseo del Buen Pastor había un par de esculturas: una de Rodrigo y otro de la Mona Jiménez. Alguien me dijo que en la calle San Martín, en el centro comercial de la ciudad, había una serie de placas de homenaje a cuarteteros, pero no supieron decirme si había una que recordara a Berna. Sentí por un momento el impulso de ir a ver esos lugares. Por qué no ir a mirar esos ambientes, me dije; pero mientras postergaba ese momento encontré una nota de un portal que decía en su título: Los gruesos errores obligaron a cambiar placas de homenaje.
La nota se refería a la inauguración por parte de la Municipalidad de Córdoba del Paseo de la Fama del Cuarteto. Habían colocado una serie de placas en la peatonal San Martín, entre Olmos y Lima; y varias de ellas tenían errores groseros: la referida a Gary, el cantante Edgar Efraín Fuentes, decía "Edgar Enfrían Fuentes". Además, otros apellidos estaban mal escritos. Según la nota, el secretario de cultura municipal había admitido una serie de errores en la instalación de placas: además del problema con "Gary", indicó, la placa de "la Mona" Jiménez estaba en el lugar de la de Leonor Marzano y viceversa. Según él, a la salida de una galería, donde estaba el homenaje a Jiménez, se debía colocar una escultura a tamaño natural de la inventora de la música de cuarteto tocando el piano. En fin, la nota daba cuenta de que el proyecto incluiría las dos cuadras siguientes de la calle San Martín, hasta la avenida Sarmiento y que preveía la instalación otras dos esculturas[1].
Con estos antecedentes me decidí a ir a ver el Paseo de la Fama de los Cuartetos y sufrí una gran decepción: no solo que no había rastros de mi buscado sino que el entusiasmo municipal se ha había agotado en la primera de las tres cuadras previstas (la que va de Olmos a Lima), en la que están las siguientes placas con su poéticas definiciones: Edgar Efraín Fuentes "Gary", el ángel que canta; Manuel Mauricio "Manolito" Cánovas, fundador de la banda Trulalá; Néstor Raúl López, "Coquito Ramaló", creador del Cuarteto de oro; Carlos "La mona" Jiménez Rufino, el cordobés más famoso; Carlos "Pueblo" Rolán, el cantante pionero del cuarteto; Leonor Marzano y el Cuarteto Leo, los creadores del tunga-tunga. Y ahora sí, al lado de la placa de ella, una escultura anónima de bronce representa a la pianista tocando su instrumento[2].
En otra búsqueda di con una nota fechada el 16 de julio de 2021 que apareció en el más persistente de los matutinos de Córdoba: se trataba de un artículo un poco escuálido a propósito del aniversario 25° de la muerte de Bernardo. El texto es pobre porque, pensé, la memoria de Berna es escasa. Había muerto 25 años atrás, pero había entrado en el olvido mucho tiempo antes. Volví a Wikipedia y confirmé dos cosas: lo poco y nada que se dice de él y que el último disco lo grabó en 1983, cuando tenía apenas 34 años. Una estrella fulgurante que empezó a los 15 y se apagó tan pronto. Esta última frase podría ser el título para un diario medio amarillo.
A partir de esto me dispuse a tratar con una ausencia[3]. Entonces pensé en escribir un texto breve, una viñeta, un retrato… No estaba seguro de que fuera de interés para la revista. Menos mal, pensaba, que no dependía de esta nota para pagar mis cuentas: sin la obligación de entregar en un plazo perentorio me iría por las ramas y me dejaría llevar por las incertidumbres que proponía la historia del personaje en cuestión[4].
Estaba ya en sintonía, deseante de empezar a escribir, cuando descubrí que existía un libro: La mona. Lo compré creyendo que encontraría información clave para mi pesquisa. Apenas comencé a hojearlo y me llamaron la atención algunos detalles[5].
Al final del libro encontré un apartado cuyo título declaraba: "A modo de epílogo". Mi manía correctora me hizo pensar que "A modo de…" sobraban en ese título. La lectura del epílogo me dio la certeza de que todo sobraba allí: un texto de lleno banalidades con el único fin de reafirmar la ¿autoría? de la obra[6].

A poco de ser reconocido, en el grupo empezó a tener más protagonismo Carlitos Jiménez: por sus condiciones de bailarín y actor podía disimular sus pocas cualidades musicales con un carisma especial. Esto, y la resistencia de Carlitos a vestir el uniforme del grupo, o a cuidar los detalles con el rigor militar que Don Octavio imponía, le valieron varias reprimendas por parte del manager quien insistía en que el líder del grupo era su hijo. Berna le tenía cariño a Carlitos, y solía dedicarle hasta siete horas de ensayo en un día para que pudiera cantar un par de canciones con afinación aceptable.
En 1968 grabaron un disco con cuatro canciones, que no salió a la venta y utilizaron como medio de difusión en las radios. Se grabó en el subsuelo de lo que años más tarde sería el bar Bon Q Bon[11].
El juvenil cuarteto se ganó la simpatía de los habitués de los bailes y cada vez recibían más y más propuestas de contrataciones. Pero, en el año 1968, se van los hermanos Franco por desavenencias familiares. Se va también el violinista y se renueva el grupo: se integraron Atilio Luppi en contrabajo, Gerardo Daher en acordeón y César Héctor López en violín. Con este cambio, ya dejó de ser el juvenil cuarteto.Y empezaron a tocar todas las noches de la semana y a ser muy reconocidos y demandados: y llegó en 1969 un momento especial para el grupo, la grabación del primer disco: "Sensacional Cuarteto Berna '70", cuyo tema "Una Noche en Carlos Paz" es uno de los más recordados: en la portada del disco aparece una postal de la villa serrana.
En 1971 se produce otro hecho singular: Carlos La Mona Jiménez sale a formar parte del grupo de su tío Coquito Ramaló, (quien había creado el Cuarteto de Oro) y en su lugar se integra el que sería su más celebrado cantor: Ariel Ferrari, dueño de una voz cultivada y de una afinación de las que carecía su antecesor.
A partir de allí comenzó la época de gloria de Berna y su grupo. Entre 1971 y 1976 grabaron 13 long play y ganaron un disco de Oro. El cantante de ese lustro fue el mencionado Ariel Ferrari[12].
En el año 1976 comenzó para el país el más siniestro de los momentos políticos, sociales y económicos: la dictadura autodenominada Proceso de Reorganización Nacional. Esta situación comenzó a afectar la vida cotidiana de las personas y también las manifestaciones culturales.
Los bailes no estuvieron exentos de la violencia estatal de la dictadura conducida por los militares golpistas: procedimientos durante los espectáculos, censura de canciones, limitaciones en la difusión a través de las radios, que eran el medio más sensible a este tipo de música. Un antropólogo dice que lo que los militares no soportaban del cuarteto era el acordeón, que su sonido los exasperaba[13].
La salida de Ariel Ferrari no fue sin consecuencias para el cuarteto: vinieron con distinto suceso Carlitos Nieva, Sergio Vidal, Sergio Romano, Zoilo y Sergio Zarate. Pero el grupo fue declinando junto con la salud de su creador y líder.
La enfermedad de Bernardo no le daba tregua, las operaciones se sucedían hasta que un día no pudo más tocar por los dolores y la última operación, tan cruenta, lo dejó casi postrado, no podía estar sentado, no podía tocar. Los dolores y la pérdida de equilibrio lo fueron alejando de a poco.
Don Octavio decidió reemplazarlo y eso tuvo una doble consecuencia negativa: el grupo perdió brillo y Berna se sumió en una profunda depresión a pesar de la promesa de su padre de que era transitorio, hasta cuando se mejorara y pudiera volver a tocar: Bernardo, Bernardo, el cuarteto Berna no existe sin vos, hijo de mi corazón. Además, yo no puedo verte sufrir; ni arriba, ni abajo del escenario. El último disco fue "Corazón desocupado" y de a poco las actuaciones se fueron haciendo cada vez más esporádicas hasta de que dejaron de tocar[14].
Nadie puede imaginar lo difíciles que fueron los últimos días de Bernardo. Nadie sabe lo que fueron los últimos años de Bernardo Bevilacqua, lo que fue su vida entre 1983 y el 16 de julio de 1996. Parece que los corticoides y los antidepresivos fueron horadando más aún su debilitado cuerpo. Murió solo en la planta baja de la casa familiar, su corazón no resistió. Un hermano lo encontró muerto[15].
Ayer llamé a Gabriel y le dije que tenía una nota de cerca de 5000 palabras. Quería escandalizarlo y que me dijera que era demasiado extensa para su revista. Pero no, me dijo que ya habíamos acordado que no habría condiciones: como buen neurótico, le sugerí que leyera el texto y que después hablaríamos.

[1] Además, el texto agregaba el recuerdo de otros errores municipales: un mural del artista Antonio "Tutuca" Monteiro, frente a la terminal de ómnibus, que en mayo de 2013 empleados municipales taparon con pintura. Y también se comentaba un asunto con la escultura de Ana Frank, que había sido decapitada en 2013 y a la que se le restituyó una cabeza equivocada. Recordaba muy bien el episodio de Ana Frank, una de cuyas versiones está relatada en un libro, Vivir en la foto de otro, de Marcelo Casarin. Es una novela breve que compré la última vez que estuve en Córdoba de visita antes de mí regreso definitivo.
[2] Según el funcionario municipal se trataba de un trabajo del artista Juan Ignacio Lucero hecha de resina y cemento, que sería instalada en octubre de ese año 2013. En el emplazamiento de la obra hay una placa que solo menciona al intendente de entonces.
[3] Decliné la tentación de entrevistar personas que lo hubieran conocido. No estoy para eso, pensé. No es esto lo que quiero hacer ahora.
[4] Antes de irme a Barcelona y de convertirme en un periodista profesional, capaz de escribir una crónica semanal sobre el asunto que me pusieran adelante, yo había comenzado a ensayar aquí algo similar, escribiendo sobre un personaje singular y evanescente, un tal Bonino: lo que inicié como una crónica terminó siendo una nouvelle escrita sobre la estructura de una entrevista. El resultado, aunque exiguo en cantidad de páginas, me llevó varios meses y una vez publicado me trajo algunos lectores que me hicieron pensar que ese era un camino para la escritura, para mi escritura.
[5] Mi afición a los libros me ha hecho observador de las ediciones. El que adquirí, tiene fechas discordantes: la hoja de créditos declara que se trata de una cuarta reimpresión de la primera edición, de 2016; y al final dice el pie de imprenta que se terminó de imprimir un día de 2010 (año de la primera impresión). Un detalle. Luego, advierto que la titularidad del copyright es de la editorial Raíz de Dos y de un tal Jorge Cuadrado; Jiménez ni figura.
[6] Léase: la titularidad de los derechos de autor del seguramente un muy buen negocio editorial o, mejor, un gran negocio editorial a escala provinciana. Después supe que el responsable de la entrevista y el titular de la editorial eran la misma vaina. Más tarde alguien me explicó el asunto de las creativas nominaciones: Jorge Cuadrado dueño de la editorial Raíz de dos.
[7] Esta virtud puede atribuirse al trabajo de una persona que aparece como responsable de la "corrección" del texto.
[8] Jiménez cuenta en su libro cómo se convirtió en cantante del grupo de Berna y dice que cantaba por el sánguche y la coca; y después, por una milanesa con papas fritas. El resentimiento alcanza a su segundo patrón, Coquito Ramaló y su esposa: afirma la Mona que, cuando formaron el Cuarteto de Oro, grupo del que participó por más de 13 años (1971-1984), lo estafaron, se quedaron con su dinero.
[9] Cuando nació Bernardo no existía todavía la vacuna Sabin que, años más tarde, erradicó prácticamente este mal del planeta. Hace poco una pandemia afectó a toda la humanidad: sus mortales efectos fueron mitigados por el desarrollo urgente de una serie de vacunas que un grupo minoritario y siniestro se dedicó a denostar con argumentos insólitos.
[10] El gran descubrimiento de Leonor Marzano, tocar el piano para hacer sonar el tunga-tunga, le daba al instrumento protagonismo absoluto al llevar la armonía y el ritmo simultáneamente. Los demás instrumentos acompañaban: el acordeón y el violín tenían sus pequeños momentos con ecos de lo tocado por el piano. Según un conocedor, el auténtico continuador del estilo de la Leo fue Berna.
[11] El bar Bon Q Bon fue creado en 1974 y todavía existe: está en la esquina de Olmos y Maipú que en los años 80 era conocido como la "oficina de los cuarteteros" en la que se tramitaban las contrataciones. Lo visité: no hay ni una foto de Berna. Según el encargado o dueño, se comunicaron con la familia para pedirle "cosas" (fotos, documentos, etc.) y que Don Bevilacqua no se negaba, pero que nunca acercó los documentos.
[12] Fue quien el inventó del típico "hehey" o "hehehey" que era su manera peculiar de comenzar cada canción. Con su participación se consolidó el estilo que Don Octavio pretendía para su grupo: tranquilo, atildado y sin estridencias, con claro protagonismo del piano; las letras de las canciones eran algunas ingenuas, otras románticas y unas pocas con una pizca de picardía, pero que no pasara los límites tolerables de la decencia. El público era la familia.
[13] Algunos señalan que la dictadura favoreció a un grupo emergente que empezaba a competir con los conocidos como "los cuatro grandes del cuarteto": se le atribuye un giro tropicalista en el cuarteto con la introducción de vientos y teclados electrónicos y el abandono del acordeón. El grupo en cuestión se llamó Chébere y tuvo un largo camino de éxito. Por la misma época, aparecieron algunos grupos de cuarteto integrados por mujeres, uno de los cuales fue el conocido como Las Chichí. Mientras trataba de escribir este artículo descubrí también que, en un antiguo edificio de la avenida Olmos y Rivera Indarte, existía el Museo del Cuarteto. Fui a conocerlo: me impactó la calidad de la puesta, en su modesta dimensión: instrumentos, trajes, pantallas, gigantografías y ploteos diversos. Y para Berna, apenas un panelcito, con unas lindas fotos y La Mona, la maldición de Berna: según el texto parece que el único mérito fue haberlo tenido como cantante. También hay una vitrina de zapatos que no tiene relación con la historia del cuarteto… y un pasillo sobre el Cordobazo. Todo medio superficial. La puesta confirma que la ausencia de las mujeres en el escenario cuartetero es notable: de las pocas protagonistas que hubo apenas hay algunos datos.
[14] El negocio del cuarteto era ya una maquinaria implacable manejado por unos pocos: si un protagonista declinaba era necesario inventar otro. Los bailes, uno tras otro, a lo que diera, y adonde fuera. Los discos, otro tanto, uno por año al menos, para que sonara machaconamente en las radios y también en la televisión.
[15] Me hubiese gustado escribir un final más o menos así: Todo habría sido más doloroso para él si no fuera por la amorosa compañía de su familia y de sus amigos de otros tiempos; los que pasaron por sus agrupaciones: los hermanitos Franco, la Mona Jiménez, Ariel Ferrari, entre otros, lo visitaban con asiduidad, lo sacaban a pasear o simplemente le dedicaban un par de horas semanales para charlar con él y ayudarlo a olvidar los dolores y la decadencia física.

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