Un réquiem para la crítica

La última vez. Una intriga literaria, de Guillermo Martínez, Editorial Planeta, 2022, 222 págs.

Juan Manuel Saharrea

Guillermo Martínez, La última vez (ph Infobae)
Guillermo Martínez, La última vez (ph Infobae)

Alerta, habrá algunos espoilers pero nada relacionado al desenlace de la trama


Guillermo Martínez ha escrito otra novela de intriga intelectual que, en este caso, aborda la frustración de un célebre escritor argentino (situado en la bisagra histórica entre el boom latinoamericano y su secuela) por nunca haber sido interpretado a la luz de sus propios procedimientos creativos. El escritor llamado A. (puesto así más como una variable lógica que como inicial) agoniza producto de una enfermedad degenerativa del cuerpo, en la Barcelona de los años 90, en su casa quinta, en compañía de Morgana, su mujer, y Mavi, la hija adolescente de ambos. A instancias de su poderosa y estrambótica agente literaria, Núria Monclús (homenaje ficcional de Carmen Balcells) y en tándem con una invitación personal de Morgana, A. consigue traer desde la Argentina a Merton, un joven crítico de una originalidad implacable con la consigna de que lea su último manuscrito para ver si, esta vez, alguien da en la tecla de los resortes que de verdad han forjado su obra. Merton posee los créditos apropiados (tiene un doctorado en Letras que versa sobre los autores del boom), y se sustrae de todo cholulismo complaciente; su fama de crítico se erige en cancelación de novelas llamadas al éxito y en el ejercicio de un paladar negro de textos, sin importar renombre alguno y con imparcialidad de científico. Esta vez sería la última para A. ya que no sabe cuánto tiempo le dará la enfermedad.

La complejidad de capas que constituyen esta novela se mide en la división que acepta en, al menos, tres categorías con sus respectivas subcategorías. Una breve recensión de esas capas es mi estrategia de diálogo en este texto. Aquí vamos.

A nivel de atmósferas, encontramos, a mi juicio, dos registros principales. La última vez, oscila entre una erótica compuesta por Merton, Morgana y Mavi; entre, digamos, la seducción débilmente culposa de Morgana - una mujer atractiva presa de la fatalidad de ver morir a un compañero notable con quien ya no tiene intimidad- y Mavi quien a un nivel superficial libra una batalla clásica de competencia femenina para atraer la atención de Merton a la par que para proteger la integridad moral del padre; y la intriga intelectual propiamente dicha contada a partir de la experiencia de Merton. Cuando digo 'experiencia' hay un giro interesante: la narración se estructura como una remembranza de una primera persona que podría ser una periodista que persigue las huellas de la historia y que adopta una tercera persona cercana a Merton para contar. La intriga en cuestión se compone de experiencias entre las que destaca el desembarco de Merton en Barcelona, con una recepción entrañable, que incluye un chofer que intenta cumplimentar las ceremonias de iniciación ordenadas por Núria Monclús, los diálogos de negociación con la agente y los encuentros breves con A., sumado a sus propios dilemas relacionados a si podrá descifrar el acertijo (o dar con una clave que en rigor A. cree que no es tan difícil de hallar). Estos dos registros tienden a solaparse para producir efectos de sentido. El más apreciable es tal vez cómo la triada erótica dispara hipótesis interpretativas sobre el manuscrito que a su vez (alerta espoiler, de verdad) traza un juego de espejos con la agonía de A. al cuidado de una enfermera y una kinesióloga, ambas oficiosas pero involucradas personalmente con él (o tal vez él a la búsqueda de cruzar el límite paciente-profesional con ellas).

A nivel descriptivo, por otra parte, La última vez contiene postales barcelonesas exquisitas, propias de un turista sensible aunque no necesariamente enamorado de la ciudad (el propio Merton). Así encontramos paseos en automóvil o en bicicleta y visitas a museos, bares, playas y bibliotecas que proveen una distancia y descansos necesarios para el lector de una intriga compleja que nunca deja de estar latente. Ahora bien, sin lugar a dudas las descripciones eróticas entre los pares Morgana-Merton y Mavi-Merton constituyen la zona lingüística más interesante de la novela. Se sabe que escribir sobre la sensualidad/sexualidad es difícil. Pero Martínez tal vez se equipara a Alberto Moravia en la extensión fascinante de esas escenas. Comentando este punto con una colega, me advertía que dos mujeres disputando por un tipo puede sonar a un cliché machista que en una recurrente clave hermenéutica de nuestros días, aburre o descoloca. Sin embargo, Martínez se sustrae de ese estereotipo ya que la erótica pasa fundamentalmente por la inminencia del propio deseo de Merton. Desde esta óptica, las descripciones de cómo Merton se regocija por la presencia de ambas mujeres es excepcional. Técnicamente, es fácil caer en el estereotipo y a su vez todo intento eficaz en superarlo puede conducir a romper con la erótica que es un código necesario para que la calentura sexual no sea solo una fascinación privada que no impacte en la historia o en los otros personajes. Por su parte, el alejamiento del estereotipo mencionado se confirma por la factura de Morgana y Mavi quienes se presentan peleando contra sus propios fantasmas en un ajedrez en el que Merton no es más que un peón, un alfil o un caballo que les permite eludir la presencia de la otra.

Por último, a nivel estrictamente intelectual, esta novela reafirma con solvencia un rasgo característico de la obra de Guillermo Martínez como novelista, presente desde Acerca de Roderer. Martínez compone su narración a través de conceptos filosóficos como muchos autores y autoras pero, como pocos, lo hace explícitamente (está en Borges se dirá pero desde mi perspectiva en Borges lo filosófico cuando está insinuado no juega en el armado más profundo de los relatos y viceversa). El ejemplo más obvio: en Crímenes Imperceptibles (su obra más notoria) el drama detectivesco se resuelve mediante la semántica indeterminista (o el escepticismo de la regla) que plantea célebremente Wittgenstein en Philosophical Investigations. En La última vez, la tesis de que todo signo depende de la serie que lo incluye y que, a su vez, no hay nada que defina esa serie más que el contexto en que la cerremos o la ubiquemos, se reitera. Sin embargo, en este caso la fuerza de este planteo está en la estética de la creación. La pregunta filosófica-estética, en tal medida, se redirecciona: ¿Cómo puede ser que un texto forjado por medio de una clave x sea leído en las claves a,b,c etc. pero nunca en la clave x? Y más concretamente ¿no es acaso la confirmación de que el autor del texto no es más que otrx lectorx el hecho de que no haya diferencias objetivas entre las diferentes claves? La última vez puede leerse en línea indudablemente con el Pierre Menard de Borges pero también con la estética de Gadamer o posiblemente con tesis propias de la narratología de la filosofía de la historia de Hayden White.

Otra idea que se destaca incluso sobre las cuestiones de semántica normativa de Wittgenstein es la pretensión atribuida a Hegel de solventar opuestos conceptuales planteando un tercer término que provoque la tranquilizadora síntesis. Así como Mavi resuelve la tensión entre Morgana y Merton, el propio A. lidia con las triangulaciones de su convalecencia; también lidia con sus lecturas en donde se oponen su propia convicción literaria y la recepción desatinada del público y la crítica. Para romper con esa tensión es que A. se aferra a la promesa de que el joven crítico argentino Merton descubra la clave en esta última novela.

Más bien una intriga intelectual (filosófica) que solo literaria, La última vez, aborda con una arquitectura compleja y un compromiso asombroso el peor de los temores de un escritor o escritora ¿por qué la recepción favorable del público o de la crítica no bastan para legitimar la propia obra? ¿Qué pasa si nadie plantea una clave que coincida con la propia lectura que dio emergencia al texto? Un temor que aislado del metier literario podría formularse así: ¿por qué la mirada de los otros sólo es visible como una tensión permanente e imposible de asir? ¿Qué pasa cuando la aceptación por parte de los otros nada tiene que ver con lo que más valoramos nosotros de nosotros mismos?



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