Sietevidas

10.03.2024

Sibila Camps

El silbido se estira y flaquea como un elástico viejo, colgado del silbato del tren que acaba de pasar, copiando el patrán patrán a la vajilla encerrada en el armario del comedor. Laura se remueve y con un hombro alza el rebozo para destaparse la oreja.

El silbido se calca a sí mismo, ahora despegado del tren que pasó, se hace brillo finito de hilo de cobre y se corta limpio cuando quiere. Laura se incorpora: "¡Sietevidas! ¡Volvió Sietevidas!"

También su padre lo ha oído. Un rato antes habían comenzado a despertarlo los ronquidos, como si no fueran de mujer –primero un contrabajo asmático pegoteado a lo que venía soñando, luego gárgaras de mudo rítmicamente interceptadas por una gaita– y no tuvo que esforzarse en recortar la silueta del silbido, del silbato del tren que había pasado. Vuelto hacia la mesa de luz se apoya en un codo y tantea hasta reconocer el encendedor, lo prende con prevenciones de vendaval y lo acerca hasta el despertador para saber que son casi las dos y no las tres, como estaba deseando. "Volvió ese atorrante", se dice, antes de dejar el encendedor y con la misma mano subirse el rebozo hasta el cuello.

Laura siente la sequedad de la alfombra rala y enseguida el mayor frío de los tablones gastados. Asocia el contacto con las cosquillas que sabe ponerle el muchacho después de hacerle el amor y extenuarse sobre su cuerpo, cuando empieza a componerse y desenreda las piernas y con el dedo gordo explora hasta encontrarle las plantas de los pies. Avanza deslizándolos, a riesgo de clavarse alguna astilla; se retarda algo más cuando calcula que está cerca de la silla, la bordea con la mano y de paso manotea el salto de cama y se lo calza como si colgara del aire. Le da un poco de bronca estar contenta y también aterida. Cae en la cuenta de que no podrá llevarse la estufa de cuarzo y de que seguramente cuando estén en una pensión va a tener más frío todavía; que no van a ser tan fáciles las cosas y que puede que Marcela tenga un poco de razón, pero no es el momento para que le importe.

Encuentra la manija de la puerta, recostada en el marco la empuja lentamente con los nervios en crudo y se afloja recién cuando comprueba que la madera ya no puede ir más hacia adelante. Tiene todo el tiempo del mundo, pero además todo el apremio, y una impaciencia en la que cabe la incertidumbre: ¿y si es verdad eso que le dijo Marcela que averiguó, que Sietevidas estuvo saliendo con una piba de la estación Ramos Mejía, y que cuando los guardas se ponían pesados y no podía hacerse el día, él le pegaba y la mandaba de levante?

Vuelve a arrastrar los pies para desandarse y alcanzar el velador. Parpadea cuando lo enciende. Laura sabe que no es un santo, pero tampoco un gil. Como su padre: años sobresaltándose con el despertador a la misma hora, cagándose de frío en la misma parada, creyéndose un tipo de suerte por ligar un asiento, viendo por la ventanilla los mismos negocios, las mismas casas. Años laburando en el mismo lugar, dando vueltas por las mismas oficinas, diciendo "buenos días" a las mismas jetas. Años de hacer buena letra y de aburrirse prolijamente y de no traer otra novedad que los chistes de moda, para que alguna Nochebuena perdida vuelva más temprano con dos o tres paquetes y como si estuviera feliz, diciendo que le dieron el ascenso y desenfundando una botella de champán en vez de sidra, todo para que la vieja diga que no le gusta porque no es tan dulce, y que nunca piensa en los demás. No, Laura no va a heredar la máquina de repetir días. Laura quiere emociones, no saber qué va a pasar al minuto siguiente, pasársela pirueteando como Sietevidas, mandar recado y borrarse, caer sin aviso y tener que hacerse humo.

Laura vuelve hasta la silla, toma la remera y cubre la pantalla. Quiere un tipo con bolas. Como Sietevidas, que es capaz de descolgarse de un tren en marcha con tal de traerle una pulsera. Está podrida de los cagones. Y de los hipócritas. Como su primo, también, que todos los sábados lleva a la novia a bailar a un boliche distinto y durante la semana le mete los cuernos.

A través del insomnio ya asumido, a su padre no le han llegado otros ruidos. Tampoco alcanza a percibir ninguna raya de luz. Lo único que podría ver sería el eco luminoso del paso de un tren, trazando un relámpago manso en la cortina y tragándose una punta del ropero. Pero a esa hora casi no corren. Se imagina que la chica, si advirtió el silbido –y si lo oyó él, seguro que ella también– no se va a quedar en la pieza, por más frío que haga. Que se las va a arreglar para bajar sin que se avive la vieja y para hacerlo pasar al zaguán y ponerse a franelear, y en una de esas coger de parados.

Está a punto de escurrirse e ir a ver si está pasando algo, cuando la caja cruje y un brazo como un basto le cae sobre el pecho. A los pocos segundos le llega un resuello a cebolla. Se da vuelta para sacarse la carga, y excluido en el borde decide no moverse más: si la gorda se despierta y se da cuenta, los gritos se van a sentir hasta Morón. La chica ya no es una nenita y no hay peligro de que le acierte un sopapo, se los ve venir y los esquiva como Locche. A lo más hará volar una chancleta… si es que no derrapa y se tiene que agarrar de un mueble. Pero la va a dejar sin ir a bailar, como hace cuando la chica se lleva alguna materia; y después hay que escucharlas putear a las dos.

Tironea despacio de la frazada, que le anda faltando para completar una pierna. En los últimos días le pareció que la chica estaba un poco nerviosa. Aunque con semejante quilombo en la casa, todos los días desde el desayuno hasta que termina de lavar los platos y cuelga los trapos en la ventana, nadie puede sentirse tutor del Paraíso. Parecía como si la piba esperara algo. Quizás el silbido…

No es que quiera protegerla; está crecida, y además él ya no tiene resto ni para quedarse después de hora en el café. Sí cuando era una mocosa y la otra le estaba encima todo el día: "¡Nena, sacate las manos del vestido, que te lo vas a arrugar!" "¡Nena, no te toquetees el pelo! ¡Con lo que me costó hacerte las trencitas…!" "¡Nena! ¿Otra vez te desataste el moño?" "¡Nena, mirá cómo te pusiste! ¡Total, tu madre después lava!" "¡Nena, no andés sin los patines, que acabo de encerar!" "¡Nena, salí de ahí! ¡Vos siempre en el paso!" Cuando era chica, él trataba de sacarla de la casa; se tomaban el tren hasta Ituzaingó para que jugara con sus primos, si estaba lindo capaz que se animaba a ir hasta el zoológico, se daba una vuelta por el café y le pedía una Coca. A veces la llevaba a la oficina y se la presentaba a los muchachos. O si había plata iban a ver una peli de dibujitos. Después no pudo, apenas si le alcanzaba el ánimo para tomarse el vermú sin que tuviera gusto a fernet. A él ya se le pasó la hora del desquite. Que se salve la chica. Aunque con ese vaguito que anda por los trenes… Pero eso no es cosa suya; si la madre no quiere darse por enterada… Así y todo, capaz que a la chica le va mejor. La gente, cuando se propone estar feliz, siempre aprende a mentirse. Con un poco de práctica…

Laura se trepa a la cama, levanta y sostiene con una mano un paño de la cortina y con la otra abre una hoja de la ventana. El frío se le antoja firme, compacto. Se esparce el cabello hacia adelante para abrigarse y aprieta los brazos contra el cuerpo como pretendiendo encogerse. Desde abajo Sietevidas le hace guiños con una linterna y se apagan los brazaletes fosforescentes de su campera; una campera inflable que no le conocía y con la que, aun en la oscuridad, le da la impresión de que tuviera todavía más lomo. Aunque le gusta más en verano, cuando se pone una musculosa y puede verle los músculos tensos, casi al acecho.

Le llega un silbido suelto y cortito, como diciéndole "Vení para acá". Laura se apura a chistarle: si la pesca la vieja, ella no piensa aflojar, ahora que lo tiene resuelto, pero igual va a haber una escena, y por ahí al viejo se le da por decir algo, y en una de esas a ella termina dándole pena; aunque el viejo nunca se mete. Sietevidas alumbra la linterna debajo del mentón, y los pómulos espectrales y la nariz empapada en rojo la inquietan, pero decide sonreírse y dejarse llevar por lo que se le figura su buen humor. Le hace una seña con la mano, diciéndole que la aguante, que ya va.

Con el rebozo a la altura del cuello y la oreja libre, su padre no dispone de nuevos ruidos. Cuenta con la certeza del pálpito, que en el fondo no lo tranquiliza. Mejor cruzarse a la vereda de enfrente, como hace cuando se topa por la calle con los vecinos de al lado, y le viene el bochorno por acordarse de que tienen que bancarles las peloteras a cualquier hora. Decide que sí, que la chica está grande y que va a saber cuidarse sola. En el peor de los casos, si el atorrante ese cae en cana, seguro que pega la vuelta. O por lo menos lo llama a la oficina, con el viejo siempre se puede conversar. El desvelo le ha dado más frío, y como volver a tirar de la frazada resulta una operación comprometedora, opta por calzarse la almohada entre los hombros y acomodar de a poco el cuerpo entero hasta empotrarse en las cobijas.

Hace tiempo que Laura tiene un bolso a mano. Lo saca del ropero, lo ahueca, le da forma, guarda primero las bombachas, después los corpiños y todo lo que tenía pensado.

Desde la vigilia su padre, que no ha oído la puerta, pero sí la doble vuelta de la trábex, confirma la corazonada. Pisotea junto a la mesa de luz hasta dar con las pantuflas, tantea la perilla del velador y suelta una mueca al dar con la mole que hincha la colcha y deforma la almohada. Por el lado de las vías un gato larga un maullido irregular, que la hembra se encarga de emparejar. Se le ocurre que le conviene irse a trabajar temprano, porque… ¡quién la aguanta mañana! Chancletea sin precauciones por el pasillo y pega un empujón blando a la puerta del baño. Lo mejor será estar atento al camión de la basura, una buena hora. "Se lo tiene bien merecido", sentencia, mientras se echa una meada.



Sobre la autora

Sibila Camps (ph Lucía Merle)
Sibila Camps (ph Lucía Merle)

Sibila Camps

Nacida en Buenos Aires, es profesora de Literatura y Lenguas Modernas (UBA). Se inició en el periodismo en 1977, en el diario La Opinión, donde trabajó hasta su cierre en 1981, en Espectáculos. Fue colaboradora permanente en la revista del diario La Nación y en Humor, y escribió en Búsqueda, VSD, Vigencia, Salimos y El Porteño. Entre 1983 y 2013 trabajó en el diario Clarín, en Información General-Sociedad. Ha recibido el Premio ADEPA; y Menciones Especiales de la Sociedad Interamericana de Prensa. También fue distinguida por la Agencia Nacional de Noticias por los Derechos de la Infancia de Bolivia; por el INADI; y por la Dirección General de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires, con el Premio Lola Mora 2013. Desde 1993 desarrolla una tarea docente a través de capacitaciones en ADEPA, en universidades argentinas y del exterior, y para medios latinoamericanos, donde dictó más de 70 talleres, cursos y seminarios.

Junto con Luis Pazos escribió los libros Así se escribe periodismo – Manual práctico del periodista gráfico; Ladran, Chacho, investigación biográfica sobre Carlos "Chacho" Alvarez; y Justicia y televisión. La sociedad dicta sentencia. Posteriormente publicó El sheriff. Vida y leyenda del Malevo Ferreyra; La red. La trama oculta del caso Marita Verón; Periodismo sobre desastres. Cómo cubrir desastres, emergencias y siniestros en medios de transporte; y Tucumantes. Relatos para vencer al silencio.

Desde 2008 integra PAR (Periodistas de Argentina en Red – por una comunicación no sexista), y participa en actividades de capacitación en periodismo, comunicación y fotoperiodismo con perspectiva de género.


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Comentarios:

- Luz Roldán: qué bueno encontrar un cuento de esta maestra en Tierra Media! Gracias por acercarnos un texto y una autora tan valiosos.

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