¿Será la revolución horizonte que se aleja?
Estallidos, enfrentamientos, violencia desatada: todo eso atrae más la atención que la calma cotidiana de los siglos. Un buen motivo para regresar al episodio revolucionario de 1905 en Córdoba, siempre fuente de posibles epopeyas. La que aquí transcribimos porta rótulos de anónima, y tal vez apócrifa.
Introducción breve
La revolución de 1905 estalló simultáneamente en Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Bahía Blanca y Campo de Mayo. El hecho dejó su huella de sangre y una dura advertencia al gobierno del P.A.N -que en aquel momento presidía el sucesor del Gral. Roca, Manuel Quintana- por parte de un radicalismo combativo conducido por Hipólito Irigoyen: se exigía elecciones libres y democráticas. La proclama de los revolucionarios radicales reconocía de antemano que su acción constituía un delito, y el último recurso para sacudir la unicidad del poder: "Entre el último día del oprobio y el primero del digno despertar, debe de haber una solución de continuidad, una claridad radiante, que lo anuncie al mundo y lo fije eternamente en la historia. Esperar la regeneración del país de los mismos que lo han corrompido; pensar que tan magna tarea pueda ser la obra de los gobiernos actuales de la República y de la Presidencia surgida de su seno, sería sellar ante la historia y sancionar ante el mundo, 25 años de vergüenza con una infamación, haciendo del delito un factor reparador, el medio único de redimir el presente y salvar el futuro de la Nación." Al amanecer del 4 de febrero, el movimiento apoyado por varios cuerpos sublevados del Ejército Nacional tuvo en Córdoba mayor éxito que en las otras provincias; pero al cuarto día aquel levantamiento fue finalmente aplastado en la ciudad mediterránea, siendo sus cabecillas objeto de severas represalias.
Una poesía revolucionaria
Esta composición poética, anónima, acaso apócrifa y -no por abusar de las esdrújulas- anacrónica incluso, describe el sentimiento de los revolucionarios cordobeses derrotados en las primicias del siglo XX. Ella hace mención al coronel Daniel Fernández, uno de los jefes revolucionarios quien, al tratar de ingresar a caballo al cuartel del 1° de Artillería que resistía a los ataques de los sitiadores, recibió graves heridas pero logró volver a sus filas.
« Aquí deja el corazón de remojarse en las penas: que suspendan la condena de comerse aquel garrón y vuelva a sonar el son altivo de ayer apenas, cuando la ciudad serena parió la revolución. La metralla y el cañón el alba pálida llenan y allí se viven escenas de belicosa pasión, mientras tejen su jubón las tres viejas pendencieras.
Arrimándose al cuartel se enseñorea la muerte y no habrá dios que despierte a quienes la bala cruel partió en el fuego a granel dejando trozos inertes. Fue allí que mi coronel Fernández tentó a la suerte, buscando entrar en el fuerte y hubo bala contra él. Herido quedó Daniel, sin lograr su cometido y por suerte socorrido consiguió salvar la piel, llevando rojo clavel en el pecho florecido... ¡Ay! con letales silbidos Caín remataba a Abel.
Y fue así que se perdió la toma de Artillería, hubo defensa bravía, mucha sangre alrededor, hasta que al fin se pactó la tregua, a mitad del día. Quedó la ciudad baldía, todo el mundo se encerró, a ver a quien sí, a quien no, el triunfo le sonreía.
La herida del coronel ya malicia la derrota, por más que en los pechos brota ese ardor como de miel que siente el soldado fiel cuando la gloria, en pelotas, lo convida a una gavota y le regala un laurel. Glorioso el amanecer rojo sangre libertario, sueño revolucionario que trataba de nacer y cuya razón de ser era el sentimiento diario de estar en un leprosario, dejados por el poder.
Si llegaba a suceder, mi amigo, largue el rosario, don Hipólito un otario nunca se preció de ser: hubiese valido ver un país extraordinario, un gobierno popular, una historia diferente, políticos de la gente con ganas de trabajar, lo contrario de robar y rodearse de obsecuentes.
Mi amigo, no me haga hablar, cualquiera cree de repente que teniendo el sol de frente no se puede avizorar, pero le digo que yo supe estar en el mangrullo y repito con orgullo que la luz no me cegó, ni tampoco me aturdió el canto de los coyuyos: yo fui criado al arrullo de un sueño de redención.
No han de consentir los dioses que están en la capital que la erupción radical plante sus larvas precoces, ni que ígneas lenguas rocen su divino pedestal, pa'acortarle el festival de privilegios y goces. Y así, no pudo alcanzar la revolución victoria, que un esquinazo la gloria al fin nos vino a pegar y una lápida, en lugar de agradecida memoria, nos puso arriba la historia al pasar el vendaval.
Cuando limpiaron las calles de muertos abarrotadas, y al silencio de granadas siguió la calma en el valle, voy a ahorrarle los detalles de cómo cayó la taba: todos a la desbandada, contra el gobierno no hay talle, será mejor que me calle y que no diga más nada: la guitarra está cansada de que mis dedos la ensayen.
Sin embargo, el corazón sigue latiendo aquí dentro, y con el rigor de un cuento prosigue su pulsación, no por callar la razón se adelgaza el pensamiento; los dioses, en su momento, tal vez nos den el perdón.
¿Cuál será la moraleja que nos reserva el sermón? ¿Será la revolución horizonte que se aleja? ¿Será destino de oveja lo que más quiere el varón? ¿O será que la explosión de la utopía es lenteja, hace que se pongan viejas las flores en el jarrón? Tal vez se oxide el cañón, y nos retengan las rejas, mas no sin rebelde queja se apagará esta canción: ¡No dejen que a esta nación gobiernen las comadrejas! »
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