Travellings
Roma, amor a segunda vista
Nelson Specchia

No creo poder definir con precisión cuándo comenzó mi fascinación por Roma. Hay unos recuerdos de infancia, muy difusos, junto a mis padres y mis hermanas: mi madre con una mantilla de encajes, arrodillada en alguna iglesia, quizás en la gran basílica de San Pietro; papá alzándonos para que pusiéramos, temerosos y alelados, la mano con la palma abierta dentro de la Bocca della Verità, haciéndonos, al mismo tiempo, confesar alguna travesura, so pena de perder los dedos -o las uñas, cuanto menos- con el mordisco pétreo de ese antiguo y barbado dios del mar, puesto a juez de certidumbres; entrar a los templos del Foro Boario, que por entonces permanecían abiertos y accesibles, sin vallas vidriadas ni rejas perimetrales; o correr a los gatitos que pululaban -como hoy- por todos los callejones.
Eso, la presencia de los gatos, quizás sea una de las pruebas más palpables de aquellos viajes de infancia, porque las demás son imágenes fragmentarias, en blanco y negro, como fotogramas de esas películas en Super 8, con la camarita al hombro, que también acompañaban algunas vacaciones familiares en los años 70.
No, mi profunda fascinación por Roma no puede venir de aquel primer paso por la Ciudad Eterna; mis sentidos aún no se habían terminado de despertar al encantamiento posible del mundo: debo haber pasado entonces por sus calles, basílicas, palacios y museos como pasaba por el jardín de la casa de mis abuelos o por el casco de la estancia familiar: por un lugar simpático, poco habitual pero nada del otro mundo. Sin embargo, Roma sí ha sido lo extraordinario, lo maravilloso, la excepción a toda regla y a todo sitio conocido: mi "lugar" por antonomasia.
Y si no comenzó entonces, si no alcanzó a maravillarme en aquellos primeros viajes infantiles, con toda la familia, cuando yo tendría cinco, seis o siete años, entonces seguramente ese amor incondicional comenzó una década más tarde, a los 16 o 17, cuando, con una mochila verde de rezagos militares al hombro, una cantimplora y media docena de cuadernos, me di a recorrer el mundo, por primera vez solo, a la ventura y a la maravilla.
Esa vez no había arribado al aeropuerto de Fiumicino, con una docena de maletas, ni nos habían trasladado en un taxi hasta un hotel de paredes forradas en telas doradas en la Via del Corso, como cuando llegábamos con mis padres: esta vez llegué a la estación de Termini, en un tren bastante desvencijado con el que había hecho la ruta Génova – Milán – Roma. En Termini me esperaba mi amigo Gustavo, que ya había previsto que nos alojásemos en un "hotel" (no puedo escribirlo sin comillas) bastante parecido a un tugurio, en el quinto piso de un semi derruido "palazzo" de la barriada de la estación, zona de putas, camellos y toda esa hermosa ralea que retrató como nadie Pier Paolo Pasolini (y que terminaría devorándolo).
El "hotel" era, en realidad, un viejo departamento de tres dormitorios, un baño y una mini cocina; en cada habitación habían logrado meter cinco camas cuchetas dobles, y estaban todas llenas de mochileros (salvo una de ellas, reservada a Enzo, un napolitano cuarentón, de abundante pelo negro peinado con raya al medio, que lo regenteaba).
Fue un arribo accidentado. Un clarísimo cartel en la planta baja anunciaba que el ascensor sólo podía ser utilizado para subir a los pisos tercero, cuarto y sexto (en los cuales, por supuesto, también funcionaban otros "hoteles" como el que nos había tocado en suerte); mi mochila, después del paso por España, Francia y el norte de Italia, ya iba pesada; me negué a una sinrazón tan poco lógica y decidí subir con ella en el ascensor hasta el piso sexto, y bajar un tramo de escaleras hasta nuestro alojamiento del quinto. Cuando la máquina, lentísima y chirriante, se detuvo en el sexto, salió del respectivo "hotel" un señor flaco y maltrazado, aprisionó la segunda puerta de reja y me preguntó a dónde iba, aunque era obvio que no estaba llegando a su establecimiento; reconocí que venía a alojarme al "hotel" del piso de abajo. "Este ascensor no está para ese piso, lo dice claramente en el cartel de la entrada", me dijo con una sonrisa sobradora, sacando un pequeño candado y cerrando con él la reja exterior de la puerta. Se apoyó en la entrada de su "hotel" y allí se quedó mirándome. Bueno, admití mi derrota y pulsé el botón del piso 1, para volver a la planta baja y subir por las escaleras. Pero los antiguos elevadores italianos, ubicados a presión en el hueco central de las escaleras, no bajaban: eran, literalmente, ascensores: máquinas para ascender.
Mi amigo Gustavo, que no había querido acompañarme en mi infracción y había subido hasta nuestro alojamiento de mochileros pobres y sudamericanos legalmente por las escaleras, entró a anoticiarlo a Enzo, el napolitano regente de nuestro "hotel", sobre la situación de mi virtual encarcelamiento en la magnífica celda colgante de un elevador decimonónico.
Enzo salió a los gritos y gesticulando con sus brazos, aleteando como una gaviota negra; el encargado del "hotel" del sexto piso comenzó a gritar y a gesticular casi al mismo tiempo; Enzo subió medio tramo de las escaleras, mi carcelero bajó su medio tramo; sus cabezas se gritaban a la altura de mis pies, en esa tierra de nadie, suspendidos a medio camino de sus feudos, sobre un tapiz apolillado que alguna vez había sido rojo y que cubría unos escalones inmensos, que yo me imaginaba de mármol y deseaba con toda mi alma haberlos subido.
Ambos gerentes de un tipo particularísimo de restauración pre global discutían a grito pelado y simultáneo, a una distancia tan próxima como la de dos brazos extendidos que no llegan a tocarse. Me hicieron acordar a la Cámara de los Comunes, en el Parlamento de Londres, donde la distancia entre la bancada de los "labours" y la de los "tories" es exactamente la del largo de dos espadas extendidas que no llegan a tocarse…
Yo seguí sentado sobre mi mochila verde, encarcelado en una celda colgante a la altura del sexto piso de un "palazzo" en ruinas, hasta que alguien llamó el ascensor desde la planta baja; pude entonces finalmente descender, salir, y recorrer los cinco pisos, escalón a escalón, hasta mi albergue. "¡Benvenuto a Roma!" me gritó Enzo cuando casi sin aliento traspasé la puerta de su "hotel", y nunca se mencionó que unos minutos antes hubiera estado a punto de iniciar una guerra. Tampoco lo mencionó Tomasso -el hotelero del sexto- con quien esa misma noche estuvimos tomándonos unas "grappe" en un barcito a la vuelta de la estación de Termini.
Sí, seguro que ahí comenzó esta fascinación por la Ciudad Eterna que me ha acompañado toda mi vida y que intentaré narrar, de una manera breve y resumida, en estas páginas.
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