Raúl González Tuñón

10.07.2024

Viva moneda que nunca se volverá a repetir…

Jorge Felippa

Raúl González Tuñón (Ilustración: El Tomi-Télam)
Raúl González Tuñón (Ilustración: El Tomi-Télam)


A comienzos de los setenta, mis arrebatos líricos habían encontrado la horma de su zapato. De la mano de amigos comunes, conocí a Héctor Solasso, a Amaro Nay, a Víctor Hugo Lellín, tres tipos que andaban siguiendo las huellas de otros que se reunían en el Taller del escritor: Francisco Colombo, Susana Aguad, Rodolfo Rivarola y Daniel Moyano, entre otros. Ellos ya tallereaban desde mediados de los sesenta.

Y esa era la palabra mágica: taller. Y esa palabra olía a laburo, sonaba a herramientas, a poner el lomo. Lejos de los parnasos, la inspiración y las musas, asuntos que desconocíamos, pero olfateábamos que detrás de ellas había olor a rancio. A academia lustrada de importancia. Los señores y señoras que cultivaban esas rimas tan consonantes y perfumadas, nos parecían ilustraciones de un libro del siglo pasado. Antes de la revolución rusa, de los campos de concentración nazis, de Hiroshima, y acá más cerca, de los barbudos cubanos y sobre todo, demasiados silenciosos ante los bigotazos de Onganía. Digamos que después de la noche de los bastones largos, no se podía andar por las calles del país como si escribir fuera un té de señoritas.

Esos tipos me invitaron no precisamente a un té, ni siquiera a un café literario. Con un café sí, me dijeron lo que correspondía. Es bueno lo tuyo, pero tenés que laburarlo. Y convengamos que, a esa edad, uno todavía es medio reacio a que le toqueteen nada. Has escrito media docena de poemas y ya creés que tenés un estilo. Pero esos muchachos afortunadamente, y sin quizás conocerlo todavía, habían aprendido la lección que recibió Abelardo Castillo en su San Pedro natal. Un viejo profesor le chantó una frase inolvidable ante la adolescente y atrevida defensa de su estilo. El viejo profesor de Castillo -y mis amigos- me enseñaron que antes de tener estilo, hay que aprender a escribir.

Y aprender a escribir era empezar a leer a otros tipos que ya hacía rato se habían metido con la política antes de que la política se metiera con ellos. La poesía los había puesto en el corazón del mundo, en sus temblores y agonías, en las corrientes fraternas de los hombres que luchan para que la tortilla se vuelva y alcance para muchas más bocas de las que ayer y hoy y siempre fueron los condenados de la tierra. Y a escuchar unos discos que pasaban de mano en mano como contraseñas: Paco Ibáñez, Patxi Andión, el primer Serrat, y el Tata Cedrón. Para el muchacho que la iba de poeta, descubrir al Tata fue llegar definitivamente al tango. Porque el tipo con su guitarra y su cuarteto le había entrado a dos nombres que entonces eran casi malas palabras y que hoy ya forman parte del patrimonio de la poesía argentina y universal: Raúl González Tuñón y Juan Gelman.

Algo de esa ceremonia secreta también ocurría en otros lugares, con otros sujetos. Juan Sasturain recuerda que: "desde fines de los '60 teníamos el disco en que Tuñón decía sus poemas, laburo de Héctor Yánover, alguien que antes y después –como no hace tanto Pedro Orgambide– se ocupó de hacer leer y oír a Tuñón. Y todos quedamos claramente tocados. Es que Tuñón no era ni es de esos aparatosos que te sacan, ni de los provocadores que te voltean, ni de los solemnes que te aleccionan. Tuñón es de los que te conmueven, te hacen moverte con él y a partir de él".

Subrayemos esto. Te conmueven, te hacen moverte con él y a partir de él. Es que la poesía de Tuñón tiene algo de invencible y de verdadero.

Nadie puede seguir escribiendo igual después de estas imágenes:

"El dolor mata, amigo, la vida es dura,/ y ya que usted no tiene ni hogar ni esposa/ eche veinte centavos en la ranura/ si quiere ver la vida color de rosa".

Otra –y una de las más hermosas de la poesía argentina– es la de la bohemia en París a los 25, con la amiga en la buhardilla: "Tú crees todavía en la revolución/ y por el agujero que coses en tu media/ sale el sol y se llena todo el cuarto de sol".

Y la última, del '41, en plena guerra y con los nazis todavía con la tortilla de su lado y sartén en mano, es esta determinación alevosa: "Subiré al cielo,/ le pondré un gatillo a la luna/ y desde arriba fusilaré al mundo,/ suavemente,/ para que esto cambie de una vez".

Tal vez tanto olvido no sea casual, tratándose de alguien cuya voz se dejó escuchar muy lejos de los círculos oficiales. Por convicción y elección propia su conducta fue la del "contra" y por eso, sólo consiguió un espacio en la marginalidad, ésa de la que tanto habló en sus poemas.

Hijo de inmigrantes españoles de origen obrero, el sexto de siete hermanos heredó el compromiso social de su abuelo materno, Manuel Tuñón, un minero asturiano y socialista que lo llevó a una manifestación cuando Raúl tenía cinco años. A los 17, Raúl recibió 15 pesos por su poema "A Frank Brown" (el payaso), publicado en la revista Caras y Caretas. Por entonces, ya era un gran conocedor de los bajos fondos porteños, tema esencial de su primer libro El violín del diablo, (recordemos 1926: ¡Qué año para la literatura y la poesía argentina!) donde retrató como nadie ese Buenos Aires de fondas, cafetines y cabarutes de marineros, prostitutas, ladrones y canallas.

Este libro, y las influencias de Enrique, su hermano, le permitieron ingresar en el diario Crítica. Su director, Natalio Botana, quien se jactaba de tener en su redacción a los jóvenes poetas de la nueva generación, convocó a Raúl a sus filas ("....Para mí, un buen poema es la mejor carta de presentación de un periodista..."). El diario Crítica fue una gran escuela de periodismo. Por allí pasaron Nalé Roxlo, Borges, Arlt, Petit de Murat y Nicolás Olivari, entre tantos otros. Tenía Raúl por entonces veinte años y todo el mundo ante sus ojos viajeros y, coqueteando entre los grupos antagónicos de Florida y Boedo, abrazó las primeras vanguardias, participando de la mítica Revista Martín Fierro, junto a Borges, Girondo y Discépolo, entre otros.

González Tuñón, hoy suele figurar en las antologías de ambos grupos, por abrazar las premisas del primero, pero sin desoír los dardos afilados que el grupo de Boedo, de la mano de Roberto Arlt, Leónidas Barletta y Alvaro Yunque, lanzaban desde su prosa. Los hermanos Tuñón fueron un puente entre ambos grupos. Y finalizados los años veinte, cuando la polarización política se hizo evidente, debieron definir su posición. El joven poeta de las tabernas, se convertiría en el primer poeta político-social de la Argentina. Viajero inagotable, los puertos y los caminos fueron su obsesión. Natalio Botana, enseguida comprendió que "este Raúl, el hermano de Enrique, es un pájaro y hay que tratar de tenerlo siempre afuera".

Con su libro Miércoles de ceniza, Raúl ganó el premio Municipal. Con los 500 pesos del premio, sacó un pasaje en el buque español "Puerto de Palos", para finalmente "anclar en París". El dinero se acabó pronto, pero nació La Calle del agujero en la media (1930), el gran salto desde los bares de Buenos Aires, hasta una mesa en Montparnasse. Un libro enamorado de París, sus mujeres, sus esquinas, su bohemia y el surrealismo.

"...Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Sólo yo voy por ella con mi dolor desnudo,
sólo con el recuerdo de una mujer querida
Está en un puerto. ¿Un Puerto? Yo he conocido
              [un puerto.
Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto."

Una sublevación de mineros en España, en 1935, le mostraría una realidad todavía más violenta a la que había conocido como corresponsal del diario de Botana. Conocerá a Dolores Ibarruri, la Pasionaria y trabará amistad con Neruda, (por esa época Cónsul en Madrid), con Federico García Lorca, Miguel Hernández y Rafael Alberti, entre otros compañeros de letras y de lucha. De la sublevación obrera nació La Rosa Blindada (1936), un libro que reúne todos los elementos fundacionales de la épica de Tuñón: acciones heroicas de los mineros con sus mujeres e hijos; la historia de Aída Lafuente muerta en la cuenca minera de Asturias- a quien le dedicaría su poema La Libertaria-, y poemas donde anticiparía el sangriento prólogo a la Segunda Guerra Mundial: el levantamiento de Franco.

A él le gustaba recordar que, en plena guerra civil, a un centenar de periodistas de todo el mundo los invitaron a un acto que se realizaba en un teatro. Al final, los actores y el coro-cuenta Tuñón- "cantaron mi poema La libertaria. Como se imaginarán eso me causó una enorme impresión. De inmediato, marché hacia el escenario porque no habían dado el nombre del autor de esa letra y pensaba decirles que era yo. Pero de pronto, algo me iluminó y sólo pregunté: ¿De quién es la letra de La Libertaria? Me contestaron: No lo conocemos, es un autor anónimo". Autor anónimo. Me encantó que lo pensaran, y yo casi la embarro: autor anónimo a los 32 años".

Un grupo de jóvenes, cercanos a la estética de González Tuñón conformaron el grupo literario "El pan duro", que funcionará entre el año 55' y el 57'. De allí surgirá el primer libro de Juan Gelman: Violín, y otras cuestiones, y José Luis Mangieri creará la editorial La Rosa Blindada donde Raúl publicará algunos de los libros de su última producción. Ese primer libro de Gelman nació prologado por Tuñón. Los ninguneadores de siempre lo criticaban diciendo que escribía "demasiados prólogos a muchachos jóvenes". A eso él respondía: "A mí me estimularon enormemente en su hora Nalé Roxlo, Girondo, Güiraldes, Olivari, Rega Molina, mi hermano Enrique y otros que ya no están, y después, León Felipe, Robert Desnos, Ilya Erhenburg, García Lorca. Cuando escribo un prólogo para un poeta novel creo que pago en parte aquella deuda".

Y sobre los poetas que más lo influenciaron, además de reconocer las influencias recíprocas con Borges, Rega y Olivari, aceptó que, en partes de su obra, hay "algo de la cautivante aventura dadá-surrealista, cierto clima a lo Rilke, a lo Milosz y el ímpetu gigante de Walt Whitman". Sin ningún esfuerzo, pero con la irreverencia que nunca perdió, Tuñón mixtura a Baudelaire con los bares de los bajos fondos, a las putas de Montmartre con los relatos épico de Bret Harte, a Rimbaud con los caídos en la guerra civil española. "Cuando me vienen a ver los poetas jóvenes siempre les cito a Bacon: contemplad el mundo", nos decía hace cuarenta, cincuenta años y es como si lo dijera ayer: contemplad el mundo.

Ya desde su primer libro, El violín del diablo, escrito a los dieciocho años y publicado en 1926, Tuñón reconoció "el deseo de intentar otro enfoque de la temática urbanística iniciada por Carriego". En esta obra inicial, aparecen las dos vetas esenciales de toda su poesía: la lírica y la social, "lo real y lo imaginario, Juancito Caminador y el poeta comprometido". Como sabe que la burguesía está reñida con la poesía, prefiere tener trato con el bajo fondo porteño y con los seres que lo habitan: "a la mentira de arriba / prefiero la cruel verdad de abajo" ("Bajo Fondo"). A diferencia de la mayoría que incursionó en esa temática antes que él, y siguiendo el ejemplo de los primeros poetas lunfardos (Felipe Fernández "Yacaré") y de los que inauguraron el tango canción (Pascual Contursi, Celedonio Flores) se ocupa de los marginales, pero sin bajarles el pulgar ni levantarles el índice admonitorio; por el contrario, se sienta a la mesa con ellos, comparte el vino y les estrecha la mano: "Iré como un amigo, nada más, compañeros".

El paisaje urbano que elige pintar, no es el nostálgico de la pampa perdida, sino aquel que los desheredados convierten en su refugio: el de los "rincones canallas", de los "bodegones sombríos", de los "barracones inmundos", de los circos pobres... En esos ambientes sórdidos, y en las existencias errabundas que los pueblan, encuentra una vitalidad y una fuerza frente a la cual, como escribió Oscar García, "todo preciosismo corre el riesgo de convertirse en amaneramiento". En sus descripciones del puerto y de los barrios de La Boca, Barracas y Puente Alsina ("los ladrones y los poetas no te tenemos miedo"), donde "la ciudad perfecta y pedantesca" abandona las galas para pasearse con todas sus lacras, recurre a los ásperos rasgos del aguafuerte, o al delicado lirismo de la acuarela.

Además, descubre la prístina magia del viaje a lo ignoto y lo prohibido, y para expresarla comienza a elaborar un lenguaje donde los juegos de ritmos e imágenes abren paso a las emociones. En el poema más conocido y celebrado del libro, "Eche veinte centavos en la ranura" -al que muchos años después el Tata Cedrón pusiera música- su alquimia verbal trasmuta un tugurio del Paseo de Julio -hoy Paseo Colón- al que Borges nunca sintió patria, en un retablo de maravillas.

A nuestro entender, primero como explorador crítico, dando cuenta de la marginalidad, pero aún sin una adscripción política definida, luego como un ferviente revolucionario empleando su pluma en el campo de batalla de la guerra civil española, Tuñón nunca tuvo la postura dogmática de negar que la política y el arte están relacionados, ni de tirar por la borda cualquier giro de expresión novedoso por el sólo hecho de nunca haber sido utilizado.

Y me sirvo de este recuerdo de José Luis Mangieri, el editor de La Rosa blindada que murió en 2008, para acercarme a esos momentos definitorios en mi admiración. Dijo Mangieri: "Raúl fue el eterno desobediente, el que no acató. Fue un hombre generoso con su tiempo. ¿Quién de la Generación del '60 no pasó por su escritorio en "Clarín" con los versitos iniciales para pedir su consejo? Juana Bignozzi, Héctor Negro, Julio Huasi, Juan Gelman y tantos otros que nos deslumbrábamos con sus vivencias de la Guerra Civil.

A ese poeta andariego, funanbulesco, contrera y militante, los poetas cordobeses fueron a buscarlo a la redacción de Clarín para invitarlo a participar de un Encuentro Nacional de Escritores que realizaríamos acá cerca, en Vaquerías. Era el año 1974. La triple A y la guerrilla libraban batallas sangrientas, mientras la clase obrera, los estudiantes y vastos sectores de la civilidad luchaban contra una política económica que los asfixiaba.

Hacía un mes que había muerto Perón. Era un agosto horrible pero los poetas seguíamos con la poesía al hombro aportando a esas luchas. RGT era el invitado de lujo, el más emblemático entre otros que se sumaron a la convocatoria. El 15 de agosto, Abelardo Castillo con Liliana Heker nos trajeron la mala nueva: la tarde anterior el querido Raúl se había acostado a dormir la siesta y ya no despertó. Se fue a compartir el cielo de Juancito Caminador, a beber la rubia cerveza del pescador Schiltigheim, a poner para siempre veinte centavos en la ranura y ver la vida color de rosa.

Y el poeta que yo era por entonces, se quedó para siempre con la magia impalpable de sus versos, caminando con su sombra bienhechora de hermano mayor. Para aprender definitivamente que "es necesario no asustarse de partir y volver, camaradas, estamos en una encrucijada de caminos que parten y caminos que vuelven".



Jorge Felippa

Nació en Córdoba en 1949. Es autor de las novelas Quiero volver a casa (finalista del Concurso Provincial de Novela Daniel Moyano, 2004), El que avisa no es traidor, También la verdad se inventa (primera mención del Concurso Luis de Tejeda de la Municipalidad de Córdoba, 1986) y Las trampas de la colmena.

Como poeta publicó "Yo no diría la última palabra" (Faja de Honor de la SADE, 1976), "El orden de los factores" (1980), "A brazo partido" (1984), Que veinte años (2000), In/versiones del buey escorpiano (2018) y El rocío y el átomo (2021).

En 1991 fundó y dirigió Op Oloop Ediciones hasta el año 2001. Participó como columnista de "El show de la mañana", en Canal 12 de Córdoba, donde comentaba libros y autores (2005/2008). También fue colaborador del suplemento cultural de La Voz del interior desde 1989 hasta el año 2001.

Desde 1985 dicta talleres de escritura creativa y narrativa en diversas instituciones públicas y privadas. Fue Delegado en Córdoba del Fondo Nacional de las Artes desde el año 2008 hasta el 2015. Ese mismo año recibió, por su trayectoria, el Premio Reconocimiento al Mérito Artístico, que otorga el gobierno de la Provincia de Córdoba.


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