Querida Tierra Media

10.10.2023

-tercera entrega-

César Vallejo por Junior Bonilla
César Vallejo por Junior Bonilla

Querida Tierra Media: ¡qué viaje el nuestro! Partimos de Ciudad de Córdoba y tocamos Nicaragua. Ahora me decís que nos dirigimos a Perú y me pedís que te hable de aquel que algunos llamaron "El Cholo Universal". Eso sí: siempre por las aguas de la poesía, a veces tempestuosas, a veces calmas.

Entonces: tenés ganas de que te hable de César Vallejo y además pretendés que te diga por qué pienso que también él, como Rubén Darío, es uno de los grossos del siglo XX de la poesía en español.

(Poco más y ya seremos 500.000.000 los hablantes nativos de español. Si sumamos los que lo estudian, se agrega otro millón más. ¡Mucha gente! De entre ellos, ¿cuántos leerán poesía? Se me hace que muchos menos. ¿Y cuántos se le animarán a Vallejo? Nadie podría decirlo; no aún.)

Doy un salto atrás. Los tiempos de la poesía son lentos y algo escrito, digamos, hace unos 400 años –Francisco de Quevedo y Villegas, por caso–, increíblemente se vuelve más decidor, si sabemos oírlo, que la gran mayoría, de lejos –a mi entender–, de los versos que se publican en América Latina y España hoy en día. Antonio Machado tiraba que la poesía es palabra esencial en el tiempo. El oro falso se desluce al cabo de muy pocos años. De Vallejo tenemos el dato de que, a unos cien años de sus primeros libros, cada nueva generación de lectores, cuando se lo permite, queda deslumbrada ante poemas que parecen provenir del futuro.

Creo que te había comentado, querida amiga, que la lectura, para robarle un sintagma a Jorge Luis Borges, es un milagro secreto. No importan las presentaciones, los festivales, las mesas de lectura: un poema es, como diría Alberto Cisnero, un hombre leyendo un poema; compulsando, en la soledad y silencio de su biblioteca, un determinado libro. Lo demás es barullo. Uno puede leer en voz alta o bien callando pero, en sí, tiene que situarse ante el volumen que lo ocupa sin otro testigo que su propia memoria, su propia imaginación, con la humilde esperanza de conocer un poco, aunque más no sea, del corazón del autor de esas líneas. "Quien toca este libro toca a un hombre."

Porque ¿de qué se trata, en suma, la poesía sino de arriesgarse a ser uno, desnudo, frente a la desnudez de otro? Sin mayores prevenciones ni expectativas que las de escuchar, despojado de todo prejuicio, lo que el otro tiene para ofrecerle.

Para redactar esta misiva –me dispensarás: anduve algo limitado de tiempo– he releído sólo el primer trabajo de Vallejo, Los heraldos negros, que es, si no me equivoco, de 1918 ó 1919. Quién diría que sus versos fueron escritos hace más de cien años. Quién diría que ese joven nacido en 1892 iba a entregar a sus primeros lectores, antes de cumplir los treinta, un libro ya tan poderoso.

Porque, sí, Trilce es el libro que más estupor nos causa: un 'non plus ultra' de la singularidad. Singularidad para nada carente de hondura y desarraigo de todo aquello que pudiera darle, cómo decir, hogar entre los hombres. Vallejo hubo de extremar su potencia creativa –y estoy seguro de que lo hizo por absoluta necesidad, impelido por una fuerza que lo agotó hasta casi que el último estertor– y, si luego sigue escribiendo, como Pablo Neruda lo hiciera luego de Residencia en la tierra al decir de Abelardo Castillo –pero de un modo mucho menos deslavazado–, ya no volvió, de todos modos, a escalar semejantes Everest como le exigiera su segundo trabajo.

De todas maneras, ya en Los heraldos negros hay mucho. Y hay algo que, si recordás mi anterior envío, te gustará escuchar: hay Modernismo.

Fijate lo que son las cosas, querida amiga. De lo que yo sé, había dos popes que continuaban, muy ahí al toque, a Darío: Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig (deslindemos a José Santos Chocano). No tengo, la verdad, tanta idea de cómo eran las modas en materia de poesía hace más de cien años, pero ese primer libro de Vallejo, de la fecha que te digo, sigue la corriente del movimiento que más o menos inauguró José Martí, el gran cubano, todavía en el siglo XIX.

Te digo dos cosas, nada más: mucho verso medido y vocabulario, cómo decir, revirado. Hasta el Romanticismo había más bien una cuidadosa selección de las palabras que se empleaban para confeccionar los versos. Más allá de que la expresión fuese elevada o no tanto, los poetas elegían términos prestigiosos y ya probados por la tradición. Con el Romanticismo, en cambio, aparece la mezcla: lo aristocrático y lo popular comienzan a mezclarse en la expresión, cosa de la que por lo general no hubo vuelta atrás sino que se acentuó. (Aun cuando automática, es totalmente política nuestra manera de hablar y de escribir; ni qué decir cuando estamos ante un orador o un poeta que administran su palabra lo más a sabiendas posible.)

Ítem, lo religioso: Vallejo llega a interpelar sin pelos en la lengua a Dios, rozando lo –para, digamos, los teólogos– hereje. No es que lo insulte: es que se duele de la condición humana, es decir, se duele de la impotencia y padecimiento de su alma y, en ella, reflejados, los de tantos otros congéneres expuestos, en su fragilidad, a ni siquiera encontrar palabras para llorar o comprender por qué tienen que sufrir.

Entonces, los comienzos de Vallejo son cualquier cosa menos espontáneos. No olvides que su tesis de estudios hablaba del Romanticismo en nuestras tierras. Era un Profesor y era consciente de que en poesía nadie es Adán en el Paraíso: las cosas ya han sido nombradas de antes, en general de un modo memorable, digno, inmarcesible. Entonces, como poeta, sabía que el iluso pierde.

Partió del cultivo y ampliación de lo que era el Modernismo según su propio entender y gusto. Sólo después llegó Trilce. Y, obvio, tampoco es que él planificara su, disculpame, genialidad. Pero, aun si sus versos son deslumbrantes y asombrosos y, en ese sentido, parecen nacidos como Palas, ya armados, leyendo de dónde viene y sabiendo hacia dónde va, uno no puede negar que la gran conmoción de la lengua y la poesía que experimentó el español con su escritura exigieron horas, años, una vida entera de dedicación y entrega totales. "La vida por un murmullo inmortal", como dijera Rodolfo Godino, ese gran poeta nacido en San Francisco y que falleció hace no tanto.

Nada más, querida amiga. Hablé de Vallejo, sí, pero también de algunas nociones generales. Espero nada más que estas últimas se justifiquen si te sirven de puente a la obra magnífica y terrible de "El Cholo Universal". A leer, a seguir navegando ¡y que se rompa mi corazón de poeta!

Pablo.-



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Comentarios: 

- Mirtha Lucía Makianich: Llegué por esa "casualidad de seguirte"... y espero no perderte. Gracias por la riqueza de tus entregas.

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