Prisionero en el balcón de un palco
Víctor Ramés
Entre los relatos imaginarios y la narración inspirada en la realidad, a veces nos toca preferir la última. Este episodio ocurrió en 1893, durante unas jornadas revolucionarias. Su protagonista no había cobrado fama, era un teniente joven, firme y caballeroso.

En el último tercio del siglo diecinueve, la cárcel de Córdoba que funcionó en el edificio del Cabildo desde la colonia hasta 1868, fue trasladada ese año a la esquina donde hoy se levanta el edificio del Patio Olmos, antes Escuela Olmos desde 1911 (de la que queda sólo la fachada). A fines del siglo XIX funcionó allí el Departamento Central de Policía, conocido desde entonces también como la cárcel de detenidos. A la cárcel pública se la denominaba popularmente "el hotel del gallo" debido al escudo del cuerpo de Guardiacárcel, que ostentaba la imagen de ese animal. Sus puertas daban a la calle ancha, entonces llamada Representantes, hoy avenida Vélez Sarsfield. Desde 1891 se convirtió en edificio vecino del inaugurado en el predio contiguo, hacia el norte, el gran coliseo cordobés, conocido como "Teatro nuevo", nuestro actual Teatro del Libertador Gral. San Martín y ex Teatro Rivera Indarte.
Esa manzana contuvo una ranchería de "indios", hasta la expulsión de los jesuitas, a cuyo servicio trabajaban. La reemplazaron corrales y quintas, una fábrica de carruajes y, ya en el siglo diecinueve, se alzó la Casa de la Moneda. El edificio que acuñaba el metálico circulante fue ocupado en 1868 -cerrando el círculo- por la cárcel que allí permaneció, hasta su traslado, en 1895 a algunos pabellones recién construidos de la Penitenciaría, en Barrio San Martín. (Aporta esta cronología Fer Dessosir en la página Córdoba de Antaño.)
Preocupado por la situación de los reclusos en la cárcel de detenidos, en 1876, el diario El Porvenir de la Juventud publicaba la siguiente opinión:
"Es tiempo que las Cámaras se preocupen del fabuloso número de presos que existen en la Cárcel pública, y acuerden alguna medida conducente a que se activen los procesos y se minoren los presos. Hasta estos días anteriores ha habido en la cárcel más de cien presos. (…) Entre esos presos hay muchos que hace uno, dos y tres años ha que permanecen en la cárcel, sin que consigan por más que lo clame, el despacho de sus causas.
Esto es monstruoso.
Tres años de encierro en un calabozo de la Cárcel, sin tener cama en qué dormir, ropa para vestirse, y sin suficiente comida para alimentarse, es un castigo tal vez más duro y más cruel que el de la misma muerte."
En una fecha cercana, el mismo periódico contaba que se habían recibido varias composiciones en verso, escritas por algunos de los presos de la Cárcel, de las que El Porvenir elegía una. El breve texto tenía el valor de rescatar una voz anónima y silenciada que esperaba justicia tras las rejas y que, con su sencillez de copla popular, representaba de manera casi universal su situación cautiva:
"Desde el día que caí preso / Vivo padeciendo a pausa / Sin saber cuál es la causa / que en el mundo cometí. / Antes de ser preso fui / mirado con mucho aprecio / hoy para mí es el desprecio / como lo he reconocido: / se acabaron mis amigos / Desde el día que caí preso."
Avanzando una quincena de años de esa serie de hechos, la contigüidad de la cárcel de la ciudad y el Teatro Rivera Indarte, desde la construcción de este hasta el traslado de aquella, entre 1891 y 1895, ofrece material para el aleteo literario. El mismo aspiraría a focalizar una escena en la que a seres entristecidos por diversas clases de destinos, en la noche incómoda e insalubre de la cárcel, en un rincón húmedo de la celda, les llegan gracias a un repentino silencio, por un misterioso artilugio acústico, los altos dramáticos de una voz de mujer que canta un aria decisiva, como un ángel a través de la bruma y la miseria. Sobrecogidos, los presos lloran, se arrepienten, se elevan o maldicen, pero todos sienten sus almas alquimizadas por aquella música llegada del cielo. Telón.
La historia -no obstante- sigue allí, para desinflar la ensoñación. Basta imaginar las noches hacinadas de centenares de presos de todo pelaje en un edificio inadecuado, a veces en medio de una epidemia, o sin una adecuada provisión de agua. La cárcel disponía de tres calabozos, en cada uno de los cuales cabían veinte personas, más seis celdillas individuales. Eso suponía alojamiento para un tercio de las personas detenidas que atestaban el lugar en aquel entonces, entre quienes convivían, por períodos, penados y encausados, asesinos, contraventores, ladrones de gallinas e incluso dementes.
Hay versiones que sirven la misma realidad a nuestra mesa, como esta historia que hace foco en aquella vecindad entre el imponente coliseo y la ruinosa cárcel. Quien se encargó de inmortalizar el episodio fue don Emilio E. Sánchez (1875-1962), escritor, abogado y político cordobés, autor de un relato publicado por el diario Los Principios de noviembre de 1947, que reprodujo luego en su libro Del pasado cordobés en la vida argentina, editado en 1968. Sánchez es el "dueño" de la historia que se habría disipado en el olvido de no ser por su sola evocación, ya que el autor fue contemporáneo de los hechos cuando contaba 18 años.
Siguiendo a Sánchez, los sones musicales que se oyeron en Córdoba aquellos agitados días de septiembre de 1893, no provenían del teatro, sino que resonaban en las calles donde "la Banda Provincial de Música comunicaba al pueblo de Córdoba, que su milicia ciudadana había sido puesta en «asamblea» por su gobernante Manuel P. Pizarro. Agente natural del gobierno federal, debe acudir con ese contingente para ponerse a la orden de Luis Sáenz Peña, Comandante en Jefe de las fuerzas de Mar y Tierra de la Nación, quien se propone aplastar la rebelión cívico militar que, contra su investidura presidencial, estallará en dos puntos de la república: Rosario y Tucumán". Horas antes se ha impuesto en la nación el estado de sitio, en el inicio de la revolución radical impulsada por Alem.
Los pocos cordobeses de sienes plateadas, y las cordobesas de cualquier edad que aún circulan por las calles pueden constatar que "junto a los «profesores» que soplan los resonantes bronces dirigidos por la batuta del popular maestro Manuel Salomone, también van funcionarios y gendarmes de policía haciendo la leva con cuanto varón hallan al paso, o sacan de negocios, obras y talleres; en tanto que reparten a las mujeres y niños atraídos por la curiosidad, los impresos conteniendo el Decreto que conmina a los argentinos «aptos para las armas» presentarse en la misma noche a los lugares señalados, so pena de desacato, y sin perjuicio de ser sacados del propio domicilio."
Las calles quedan desiertas y, por fin, los batallones de soldados que se han reunido, se preparan a trasladarse a Santa Fe a reprimir la rebelión y sofocar la amenaza de una guerra civil. Tras despedir en la estación de trenes a la Guardia Nacional cordobesa, la población queda recogida y a cargo de las autoridades de la intendencia, y bajo la única custodia de un batallón variopinto formado por personal convocado entre las reparticiones municipales. "Médicos y practicantes y enfermeros de la Asistencia Pública, oficinistas y docentes de la instrucción primaria, capataces y peonada del Corralón de Limpieza" –enumera Emilio Sánchez-, integraban el batallón que queda al mando de Eduardo Argüello con el título de Capitán. La misión de esta solitaria –e inexperta- tropa es la de suplir a los guardia cárceles que fueron llevados a combatir.
El segundo del capitán Argüello es un joven teniente que tiene un empleo como escribiente de la Intendencia Municipal, a quien describe Sánchez como "un joven de áspero, pero simpático vozarrón, figura recia de muchacho franco y cordial, con notorio ascendiente en la improvisada tropa". El teniente de este episodio, que es el "jefe de facto" del batallón de "imberbes en traje y actitudes de paisanos", es un muchacho que escribe poesía y que llegará a ser "una de las más altas deidades del Parnaso Americano". Se trata de Leopoldo Lugones, revela Emilio Sánchez.
Le toca, pues, al teniente Lugones hacerse cargo de custodiar a los presos de la cárcel, "la única y vetusta cárcel de la Provincia". Allí, Lugones debe imponer respeto de entrada ante presos dispuestos a envalentonarse con cualquiera de esos pálidos guardias improvisados, y consigue mantener el orden. Entre las personas alojadas en el edificio, hay un prisionero que constituye un delicado encargo para el teniente: el capitán Cáceres, oficial rebelde capturado en misión de enlace con las fuerzas revolucionarias.

No hay en la cárcel otro lugar disponible para el capitán Cáceres que "un calabozo maloliente y lleno de los parásitos dejados por aquellos a quienes su peligrosidad o indisciplina (…) obliga a encerrarlos diariamente; un sitio húmedo y sombrío", describe el autor, y entonces Lugones "que ante todo es un civil dotado de la sensibilidad del caballero", decide tomar una decisión que tiene un ingrediente de justicia poética: "Le da por cárcel el teatro Rivera Indarte, inmediata a la otra, y por celda uno de los palcos bajos. Y ordena que dos de los «soldados» de su mando, armados de sendas carabinas Remington, monten guardia teniendo siempre a la vista al preso; uno desde el pasillo y el otro desde la misma suntuosa sala del coliseo."
Tres días dura el arresto de Cáceres, rodeado de la más regia habitación de toda la ciudad, atendido a cuerpo de rey, ya que recibe "la vianda pródiga en manjares que Lugones le hiciera remitir desde un hotel."
El episodio bien puede tener epílogo en un comentario del autor, según el cual la mayor contrariedad vivida por el prisionero durante su estadía consistió en que "poseído por el temor de que aquellos bisoños centinelas, interpretando erróneamente un movimiento o actitud suya, dispararan contra él, no osó moverse de su celda, ni para apremiantes necesidades".
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