Pizza Pizarnik

10.02.2024
Dibujo de la serie "Escritos de emergencia", de la ilustradora Daiana Zaccaro. Futura habitante de Los Reartes, Depto. Calamuchita, sierras de Córdoba  FB: Dai Pirule Zaccaro  / IG: daipirule  / Mail: daipirulearte@gmail.com
Dibujo de la serie "Escritos de emergencia", de la ilustradora Daiana Zaccaro. Futura habitante de Los Reartes, Depto. Calamuchita, sierras de Córdoba FB: Dai Pirule Zaccaro / IG: daipirule / Mail: daipirulearte@gmail.com


Como era una máquina de mentir sin barra espaciadora, cada vez que se abría un negocio en el barrio siempre me pedían que les creara un nombre. Pero cuando empecé a poner tarifas y honorarios no me dirigieron más la palabra. Y al arreglárselas sin mis inventos, un vórtice de lugares comunes se los tragó por la calle principal.

La mercería se llamaba "Al divino botón" y la atendía el hijo de la dueña que estaba instalado en ese modo de vida. La santería, "El manto sagrado" porque a su vez vendía retazos de tela que les regalaba papá para que los donaran a la Casa Cuna. La tienda de papá, que tampoco me quiso pagar, "La Tienda de Papá", sin ninguna vergüenza intelectual. La boutique para adolescentes, "Ane-mia", de dos hermanas noruegas llamadas Anne y Mia, las que no sabían en qué país estaban ni de nuestros trastornos alimentarios. Y la carnicería, "Carnes Aníbal", a la que por el tono piel elegido para pintar las letras "arnes" que casi no se veían en el letrero, todo el mundo terminó llamándola "Caníbal". Pero fue la Chechu quien trajo al barrio una época de florecimiento cultural nunca visto desde que la murga se había disuelto porque su director se había enamorado de una chica de barrio San Vicente y se fue para allá a trabajar ad honorem como indio en los corsos.

Por si le fallaba un emprendimiento, la Chechu inauguró dos. Una pizzería y un taller literario. Y como no tenía presupuesto para dos locales y para dos letreros, los unificó en el mismo lugar, con los mismos horarios, el mismo medidor de luz y el mismo nombre: "Pizza Pizarnik".

Mamá no dejaba escapar ninguna oportunidad de tenernos ocupadas fuera de casa con el fin de que la dejáramos vivir en privado sus fantasías de ser una mujer sin dios, sin patrón, sin marido y sin tres hijas, al menos por unas horas.

Y entramos a ese mixer a cielo abierto de orégano, salsas y cebollas salteadas hasta en nuestros cachetes. Allí conocimos a Alejandra Pizarnik antes de que fuera un inmedible objeto de culto, cuando aún estaba tan contemporánea y tan brutal que en esa pizzería al ras del piso se le dio el lugar más alto en la alacena de nuestros deseos. Si hubiera conocido este hecho, no se habría erogenado con el ceconal tan temprano.

Entre muzzarellas y sardinas, la Chechu fue una gestora contra-cultural mucho antes del mayo francés. Y en ese barrio de obreros aún sin cordobazo pero cruzado por una calle de piedras sedientas de vidrios multinacionales, nos sirvió en bandeja a la exquisita Alejandra. La consumíamos con las manos, sin limpiarnos su poesía, del mismo modo que hacíamos con las pizzas. Devorábamos y recitábamos a la vez, permitiéndole a nuestra existencia comer con la boca abierta.

La Chechu no tenía impronta de maestra pizzera ni de poeta. Parecía la sobreviviente del accidente en ruta de un circo. Según mamá, era "un arlequín mal maquillado". Para nosotras, una belleza arisca. Nos aseguraba que se ponía pimentón como sombra en los párpados y extracto de tomate concentrado en los labios que nunca cerraba del todo porque decía que no respiraba bien por la nariz. Los hombres del barrio eran traicionados por sus propios ojos cuando la miraban sin parpadear y algunas mujeres valientes también se dejaron delatar por sus avistajes. Nos dábamos cuenta porque todo ardía allí, el horno, la clientela, la poesía, nuestra adolescencia y los escotes de la serpenteante Chechu que con el calor y sus emanaciones atraían como cenotes a su humedad oculta. Alejandra le hubiera escrito llamaradas a esos abismos.

Las pizzas nunca salían iguales. Eran como escrituras diferentes sobre la masa. Intervenía sus creaciones con morroncitos comportándose como bocas gimiendo entre las aceitunas, anchoas nadando en modo sirenas saladas y desnudas en la muzzarella. Pero la especialidad de la casa era una pizza con una serie indefinida de tetitas hechas con rebanadas de palmitos y una gota de salsa golf en el centro. Como no daba abasto porque era la más solicitada, la ayudábamos a hacerlas. Es incalculable la cantidad de tetitas que hicimos en ese taller literario. Había días con tanta demanda que nos quedábamos a ayudarla hasta la noche y mamá tenía que venir a buscarnos y, ya que estaba, colaboraba también con mucho entusiasmo. Nunca nos volvió a preguntar ni le interesó cómo nos iba en el taller literario sino cuántas tetitas habíamos hecho.

La Chechu no tenía idea de quién era Alejandra. Hasta que descubrió su nombre en un libro que encontró en la parada del colectivo, olvidado por alguien que se debe haber querido matar. En esa época perder un libro era como perder hoy la notebook. Y fue entonces cuando una pizza y una poeta se conocieron y se enamoraron en un barrio que al verlas llegar comenzó a caminar descalzo sobre brasas encendidas.

Cuando el local abría sus puertas, el deseo se escapaba de su confinamiento hogareño. Y mientras Santa Teresa buscaba, recoleta, a su dios entre las cacerolas, nosotras encontrábamos, exaltadas, a nuestra Alejandra entre los oréganos.

Hasta que un día la Chechu se fundió o se cansó de hacer tetitas. Y nadie supo bien por qué a París ella se fue. También, Alejandra se marchó, sin pasaje de vuelta, a bordo de cincuenta pastillas. Y sin ellas se apagaron las brasas en el barrio y dejamos de ser emocionantes.

Antes de irse nos regaló el único libro que había en el taller y con el que todavía hoy nos chupamos los dedos y nos matamos el hambre. Se trata de la "Antología consultada de la joven poesía argentina", año 1968. Están Juan Gelman, Alejandra Pizarnik, María Elena Walsh, entre otros nombres, con un prólogo de Héctor Yanover.

Seguramente, habrá otros ejemplares dando vueltas por allí. Pero ninguno con el adn de dos demiurgas perturbadoras. Es un códice manuscrito con aceite de oliva y especias. Y en algunas páginas los dedos enharinados de la Chechu litografian poemas de Alejandra. Emociona verlas aún, juntas y crepitantes, en esos vestigios.

Una, nos enseñó a leer pizzas. La otra, a devorar poesía. Y a pesar de que nos quedamos sin "Pizza Pizarnik", tuvimos la fortuna de ver la luz de un rojo amanecer y escuchar la caída del tirano y de las piedras. Mientras por la avenida principal del barrio retornaban la murga, el apetito y el deseo.



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Comentarios:

- Patricia García:  Me lleva éste relato a una zambullida de recuerdos en forma de aromas, sensaciones y aquellos rostros queridos.

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