Travellings

New York, aquel fatal error holandés


Nelson Specchia


Estamos en el último piso de un restaurant de Vinegar Hill, la punta meridional de la bahía de Manhattan se recorta al frente nuestro. Aquí se cena tan temprano que aún hay unos rayos de sol tiñendo de anaranjado el río, sobre el que resaltan los ladrillos rojos del puente de Brooklyn.

Nos han traído un par de gruesos y jugosos roast beef; Marimer le pide pimienta a la mesera, haciendo sonar fuerte la doble "p" de la palabra inglesa. "– Quizás si los holandeses no hubieran sido tan cortos de miras, estaríamos pidiendo pimienta en neerlandés y no deberías esforzarte tanto en la pronunciación de la doble 'p'" –le digo.

Me mira, esperando una aclaración coherente a un comentario tan enredado.

La pimienta fue el objeto más preciado del comercio durante más de dos mil años –le cuento, mientras sazonamos abundantemente nuestros bifes con el polvillo picante–, desde los romanos. Desde los puertos del imperio confluían en la egipcia Alejandría, remontaban el Nilo hasta Tebas, cruzaban a pie el desierto hasta el Mar Rojo, se subían a unas pesadas naves a velas y cruzaban a través de todo el Océano Índico para llegar a las costas de Malabar. Así, durante un milenio y medio. Los portugueses, buscando la misma pimienta, le dieron toda la vuelta a África; y Colón, por el mismo motivo, buscando una ruta hacia la especiería se topó con esta América en el medio. Finalmente salieron los holandeses y los británicos a conquistar alternativas de la misma ruta y llevar el preciado granito negro, que cotizaba aún más que el oro, a las mesas europeas.

Lo leímos en Lord Jim, ¿te acordás? Cuenta Marlow: "Los traficantes del siglo XVII llegaban hasta allí en busca de pimienta, porque, ¡mi Dios!, la pasión por la pimienta hacía arder de amor el pecho de los aventureros holandeses e ingleses de la época de Jaime I. ¡A dónde no irían a buscar pimienta! Por una bolsa de ella se cortarían unos a otros la garganta sin la menor duda, y abjurarían de su alma (de la cual eran tan cuidadosos, en otro sentido).

La extravagante obstinación de ese deseo los llevaba a desafiar la muerte de mil maneras: el mar –siempre desconocido–, las enfermedades extrañas y repugnantes; las heridas; el cautiverio; el hambre; las pestes y la desesperación. ¡Los hacía grandes! ¡Por el cielo!: los volvía heroicos. Y los hacía, además, patéticos en su ansia por el intercambio, por la cosa chica, por el comercio, en tanto que la muerte inflexible cobraba su tributo en jóvenes y viejos. Parece imposible creer que la simple avidez comercial pudiese imponer en los hombres tal firmeza de objetivos, tan ciega persistencia en los esfuerzos y sacrificios.

Y, por cierto, aquellos que aventuraban sus personas y sus vidas arriesgaban todo lo que tenían por una magra recompensa. Dejaban sus huesos blanqueando en costas ignotas, para que la riqueza y el picante sabor pudiesen llegar a las manos y a las mesas de los que vivían en la patria lejana. Para nosotros, sus sucesores menos heroicos, se nos aparecían enaltecidos, no como agentes de comercio, sino como instrumentos de un destino manifiesto, que se internaban en lo desconocido en obediencia a una voz interior, a un impulso que palpitaba en la sangre, a un sueño de futuro. Eran magníficos; y es preciso admitir que estaban preparados para lo magnífico. Lo registraban con complacencia en sus sufrimientos, en el aspecto del mar, en las costumbres de naciones extrañas, en la gloria de espléndidos gobernantes… Después de un siglo de relaciones entrecruzadas, la región parece haberse apartado poco a poco del intercambio. Quizás se acabó la pimienta. Sea como fuere, a nadie le interesa ahora…" (1)

La cuestión es que, más allá del relato de Marlow, ya no había tantas rutas... Así, los holandeses fundaron aquí, en Manhattan, Nueva Ámsterdam, y varias colonias en la vía que cruzaba por las islas polinesias, que entonces llamaban las Indias Orientales; los ingleses hicieron lo mismo, y comenzaron las guerras anglo-holandesas, que bien podrían haberse llamado las "guerras de la pimienta" y que ocuparon buena parte del siglo XVII.

Cuando se firma la paz de Breda, los holandeses –que iban ganando la guerra– imponen su criterio: pensando en el preciado granito negro, proponen entregarle la lejana e ignota Nueva Ámsterdam a sus enemigos ingleses, a condición de que estos adversarios comerciales renunciaran para siempre a ocupar o a abrir nuevas colonias en la ruta samoana de la pimienta. Los británicos, atónitos por tan buena condición cuando iban perdiendo, aceptan la propuesta holandesa: se quedan con Nueva Ámsterdam, y le cambian el nombre a la ciudad: la llaman Nueva York.

Al poco tiempo la pimienta cayó en desgracia, ya había demasiados países que la comerciaban y el exceso de oferta hizo bajar los precios. La ruta de las Indias Orientales dejó de ser estratégica…, y Nueva York –en cambio– siguió su camino hasta convertirse en la nueva Roma de nuestro tiempo.

Ahora sí ya es de noche, caminamos por la ribera oriental del Hudson y yo voy recitándole a Marimer el soneto "Aquel error holandés":

En las costas indias de Malabarra,
una perla verde, ya ennegrecida
al solaz meridional de la tierra,
las delicias de la mesa tendida

hace desde Europa al cielo más nuevo.
La pimienta negra todo mar cruza:
Índico, Pacífico y Ordo Novo;
llama el Mediterráneo, su brisa,

y hacia allá acude, todos la disfrutan.
Enloquece los mercados de Londres
y la flota de la Reina trae odres.

Los marinos de Holanda la disputan,
ceden New Ámsterdam por ella, ¡bad work!
La pimienta pasa. Queda New York.

Manhattan Follies, (Clarice, 2025)


(1)  Joseph Conrad, Lord Jim, capítulo 22; traducción nuestra.


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