Los duelistas en el espejo

Cuando el escritor Carlos Romagosa era diputado provincial, en el periodo 1892 -1901, deslizó un comentario hiriente sobre el Dr. Jerónimo del Barco, figura política de su mismo partido, el autonomista. La ofensa llevó a una reparación por las armas.

Víctor Ramés

Esa mañana de agosto del 89 estaba fresco y tomé el tramway. El carro se balanceaba trepando una calle empedrada para luego descender y buscar el sureste. Las bestias jadeaban por el esfuerzo.

Cruzamos el río por el puente Maldonado, el sol hizo un amague de mostrarse. Luego la brisa fría volvió a correr, la enviaba el río. Todo se me ha grabado. Vi un caserío pobre, a lo lejos. Unas personas que fabricaban adobes se detuvieron y nos miraron pasar. De lejos se les notaba como una indolencia, algo en cierto modo parecido a lo que sentía yo, viéndome pasar en ese vehículo, como a la distancia. También me parece distante, hoy, el siglo pasado. Era como si ya todo hubiera sucedido. Mi cuerpo se sacudía con los barquinazos.

Se había elegido de común acuerdo un paraje en pueblo San Vicente, una quinta lo bastante tranquila y escondida como para no hacer ninguna alharaca. Allí, en lo de don Feliciano Vértiz, hace tiempo solían armar riñas de gallos.

En cuanto descendí, el tramway partió levantando una polvareda fina que una correntada de aire empujó en la misma dirección en que yo caminaba. Tuve que asegurar el sombrero con una mano. Divisé la cresta reverencial de una palmera indicando la calle a cuyo extremo hallaría la finca. Seguí el polvo del camino. Hubiera querido llevar un ánimo espiritual, pero me sentía vacío.

Llegando, en cuanto me vieron salieron a recibirme mis padrinos, don José Blesio y don Carmen Cabanillas. Blesio se restregaba las manos, nervioso, con insistencia. Entramos juntos. El dueño de casa, don Feliciano, me abrazó y como un padre cariñoso me invitó de entrada a no seguir adelante con el duelo, cosa que, me aclaró, habíale también pedido al Dr. del Barco. Mis padrinos se sumaron al pedido, pero dado que tanto el Dr. del Barco como yo porfiábamos en ser inflexibles, procedieron a conversar con los padrinos de él, para arreglar detalles. Caminé unos metros hacia un costado de la casa, para orinar tras unos árboles, y me salió improvisar una oración silenciosa y entrecortada. Detrás de una huerta bastante extensa venía una quinta de mandarinos entre dos gigantescos eucaliptos de platinada copa, surcada por un ancho sendero. Al regresar vi por fin al doctor del Barco. Me fui acercando y sólo de pasada se cruzaron nuestras miradas, yo llevé la mano al sombrero y él asintió apenas, volviéndose hacia las armas, que estaban siendo inspeccionadas por los padrinos. Parecía ojeroso, pero me fue imposible reconocer en él cualquier signo de flaqueza. Yo esperaba no perder la sangre fría, aunque una sensación lánguida amenazaba desarmarme. Recuerdo que miré hacia el este, de donde venían unas nubes oscuras. Sopló una ráfaga fría cuando me despojé de la chaqueta y le di el sombrero a D. José Blesio. Tomé el arma que me tendió Cabanillas, la controlé con ambas manos, sentí su peso y me di por satisfecho. Vi a del Barco apuntar su pistola al cielo, vaya a saber para qué. De inmediato, los padrinos enfrentaron nuestras espaldas: un leve contacto físico que ambos abreviamos, y el mecanismo atávico del duelo empezó a tensarse al máximo. La voz de uno de sus padrinos inició la cuenta, y nuestras espaldas se alejaron al ritmo en que aquella voz profería los números. Cada segundo era el último, estirándose, estirándose, eterno. Al llegar al diez, creo que me volví como si me animase un mecanismo. Noté al girar que parecíamos un espejo, él y yo, o bien dos bailarines muy ensayados, buscando cada uno con la boca del arma la silueta del otro. Estábamos a una distancia desde la cual juraría que hasta podíamos estudiarnos el rostro. Entonces él tiró primero (y así y todo no ocurrió inmediatamente) y disparé yo, una fracción de segundos después. Es de creer que ambos pusimos más aprensión que voluntad de lastimarnos, ya que las armas, felizmente, no dieron en el blanco. Ambos proyectiles habrán ido a asustar a algunas viejas de las fincas vecinas. Después nos quedamos inmóviles un momento. Vinieron los padrinos corriendo, a advertirnos a los gritos que el lance estaba cumplido. Los de mi retador me rodearon -mientras los míos hacían lo mismo con él- y me transmitieron que el Dr. Del Barco consideraba haber lavado virilmente su honorabilidad, y se declaraba satisfecho. Les di la mano y luego me quedé un momento solo, parado todavía en el campo del duelo, creo que tiritando un poco. Mis padrinos me palmearon. Nos saludamos de lejos con del Barco. Fui entonces a despedirme de don Feliciano, al que agradecí su discreción y hospitalidad. Me convidó un mate que recibí con imborrable gratitud: comprendí cuánto necesitaba sentir ese calor que bajaba por mi cuerpo, recordándome que seguía vivo."




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