Los delirios de un enfermo
Martín Cristal
Le pedí que me diera más detalles, pero solo se santiguó y me dijo
que jamás los revelaría, porque los delirios de un enfermo son un
secreto entre él y Dios, y una enfermera debe respetarlos por ética
profesional.
Carta de W. H. a una amiga;
Budapest, 24 de agosto de 1893
Todos los verbos son propiedad de Dios, pero estoy convencida de que crear, amar y ayudar son los que más se aproximan a Su bondadosa esencia. Crear es menester exclusivo del Señor; nosotros a lo sumo reacomodamos lo que Él ya ha dispuesto. Amar sí nos fue concedido, y es nuestro deber: amar al prójimo como a nosotros mismos. Mi forma de poner ese amor en práctica es, precisamente, ayudar. Hoy, mientras el alba redibujaba el brumoso paisaje de mi ventana, comprendí cómo los elementos de la creación pueden configurarse para cumplir los propósitos de Dios y así salvar a los hombres que son buenos.
De noche, cuando no escribo en este diario, deambulo por los corredores desiertos del hospital. Escucho lamentos, ronquidos y mis pasos, que resuenan en los techos altos y cóncavos. Me ocupo de todos los enfermos, aunque algunos requieren mayores atenciones. Hay uno que, desde su llegada, concentró buena parte de mis esfuerzos.
Es joven. Los empleados de la estación de tren lo trajeron hace un mes y medio; en todo ese tiempo no pudo decirnos ni su nombre. No tenía documentos, solo algunas monedas y un cuaderno con una caligrafía indescifrable, taquigráfica. La debilidad le enfatizaba las costillas. Su palidez hacía pensar que había perdido mucha sangre, aunque sus heridas no eran profundas. Algo en ellas llamaba mi atención, si bien hasta hoy no supe ver qué era. El doctor Nagy diagnosticó encefalitis letárgica. El paciente debía reposar.
De día no daba problemas; cada tanto abría los ojos y pestañeaba con lentitud. De noche, una fiebre súbita lo arqueaba sobre la cama. Sudaba, temblaba y desvariaba sobre lobos y espectros, en un inglés salpicado con palabras de otras lenguas: Ordog, vrolok, vlkoslak… A veces gemía y despertaba a otros enfermos; sin embargo, él mismo nunca despertaba del todo. Había que consolarlo con oraciones dulces. Sé que las oía porque se relajaba de inmediato.
Sus heridas cicatrizaron casi sin marcas, pero su debilidad y sus crisis nocturnas persisten. Hace un par de horas escuché que volvía a la carga con sus gritos. Tuve que abandonar esta distracción de palabras —que me ayuda a velar la noche entera— y salir corriendo a verlo.
Lo encontré brillante de sudor, la cabeza rodando por la almohada. Fui por paños fríos; al salir de la habitación todavía lo oía delirar:
Correr, caer, correr… La luna, el árbol muerto… El pie lastimado, la sangre que las atraía…
Su voz se desvanecía conforme me alejaba, con mis hábitos flameando por las corrientes de aire que se contradicen en cada cruce de corredores. Al volver, seguía ahí:
Cuerpos voluptuosos, miradas carnívoras… Uñas sobre mi piel… Deseo, asco… y entrega: que hicieran conmigo lo que quisieran…
Me santigüé para disipar cualquier imagen lujuriosa y busqué confortarlo:
La confesión alivia. Cuénteme.
Entonces, un pequeño milagro: dejó de sacudirse y, sin abrir los ojos, pasó a hablar con tranquilidad creciente, aunque todavía entre jadeos, gemidos e interrupciones que no transcribiré:
Quedarme ahí sería peor que la muerte. Tenía que animarme y bajar por el muro, igual que antes. Guardé todas las monedas que pude. Me arrodillé y recé por última vez entre aquellas paredes malditas…
Le refresqué la frente. De a poco se iba expresando con mayor coherencia y fluidez.
Me descolgué por la ventana, de espaldas al abismo. Luego repté muro abajo. "Si otro ser puede, yo también podré": así había pensado la vez anterior. Como ver a un murciélago y preguntarse "¿por qué no habría de volar también yo?". ¡Absurdo! Y aun así… ahí estaba otra vez: una lagartija que, por pura desesperación, no cae. Yo bajaba, el sol subía… El día: un amigo. En cambio, la noche… la noche no debía encontrarme en aquel castillo…
Temblaba, pero la fiebre parecía ceder. Lo alenté a seguir, convencida de que organizar su pasado como relato restituiría su cordura.
Doblé por la pared contigua. ¿Mágica, también? No tenía ventanas. Apenas una cornisa, bastante más abajo. Hacia adelante, un último reborde de tierra podía salvarme del precipicio. Me propuse alcanzarlo, pero entonces la fuerza que me sostenía se apagó…
Revolvió las piernas bajo las sábanas.
Mis piernas golpearon la cornisa. También mis costillas se lastimaron, pero pude aferrarme a esas piedras finales, filosas como navajas. Avancé de lado, sujetándome a ellas con mis yemas despellejadas. La arista irregular cortaba mis muñecas… la sangre me chorreaba por los brazos…
Revisé sus muñecas, sus manos. Ya estaban curadas.
Pude balancearme y caer sobre el reborde de tierra. El golpe me dejó inconsciente por horas. Al recuperarme, bajé la montaña lo más rápido que pude. Cuando me interné en el bosque, los árboles ya perdían sus últimos vivos rosados. No había llamas azules esta vez…
Le pregunté qué era eso de las llamas azules, pero no me hizo caso.
Entonces los escuché: lobos. Cada vez más cerca. Debía apurarme. Tropecé con raíces tramposas, atravesé zarzales que rompían mi ropa y me arañaban la frente…
Retiré el paño y miré su piel: al llegar le había visto varios tajitos delgados cerca del cuero cabelludo, pero ya no había nada ahí. Solo un resto de fiebre.
A lo lejos vi el primero: su lomo relucía bajo la luna. El círculo de aullidos se estrechaba. Los abedules, demasiado delgados, no se dejaban trepar. Perdí un zapato en la carrera hasta un claro. Justo en el centro tenía un árbol muerto: el tronco gris, seco y nudoso, no muy alto. Cerca de mis rodillas sobresalía un cabo donde hacer pie.
Los lobos rodearon el borde del claro. Luego gruñeron al unísono y se lanzaron hacia mí. Me impulsé en el cabo roto hacia la horqueta principal de aquel árbol extraño: no era en forma de Y, sino casi de T. Una dentellada alcanzó a rasgar mi pie desnudo. Pude sacarlo de milagro…
Recordé el pus y la venda en su pie. Dos semanas. También se había curado.
La corteza desgarró mi camisa, los botones perlados cayeron sobre la hierba grisácea; así y todo logré subir a la horqueta. Abajo, un caleidoscopio de lobos. Arriba, nada: el árbol moría ahí, como partido por un rayo. Solo le quedaban esas dos ramas casi horizontales, demasiado endebles para gatear por ellas. Recogí mis piernas sobre la horqueta y las abracé. Así, ovillado, me dispuse a resistir toda la noche…
Ya articulaba mucho mejor, pero ahora movía la cabeza a un lado y otro, como si los lobos rodearan la cama.
Quise sacar fuerzas de un crucifijo que me habían regalado en Bistritz, pero no lo encontré en mi pecho desnudo: lo había olvidado en el castillo, atado a la cabecera de la cama. Lamentaba esa pérdida cuando los lobos callaron… todos a la vez. Inmóviles, se quedaron mirando hacia un mismo punto del bosque. Enseguida, huyeron juntos hacia el lado contrario. Hasta el último de ellos escapó del claro en silencio, algunos con la cabeza gacha, las orejas echadas hacia atrás…
Gimió como si los dolores de su alma empeoraran.
¡Hubiera preferido los lobos antes que esas motas cenicientas que salían de entre los árboles! Las vi arremolinarse en el claro, fundirse en senos pesados, cinturas sinuosas, pubis que cortaban el aliento… Reconocí a las dos morenas: sus facciones de reinas egipcias, el cabello lacio y los ojos incandescentes, las lenguas enjauladas tras los colmillos. Sus tules apenas matizaban el peso lúbrico de la carne. Pero la peor era la tercera: la piel nacarada, los ojos como zafiros de hielo, los bucles blancos flotando en el aire de la noche. Lejos de rechazarlas, una parte de mí quería que ellas… Mina, perdón, pero… toda mi hombría deseaba… perdón, mi amor…
Volví a persignarme. Me compadecía del enfermo, pero era evidente que aquel dolor le despejaba los pensamientos. De modo que, por cruel que pueda parecer, dejé que siguiera hundiéndose en él.
La luna brillaba a mis espaldas como si Dios hubiera querido que mi martirio fuera un espectáculo. Ellas flotaban cerca del suelo sin proyectar sombra: esa señal maligna terminó por vencerme. Desplegué mis piernas tronco abajo; mi pie calzado quedó sobre el cabo roto… con mi pie desnudo encima, el empeine rasguñado por la dentellada del lobo. Podía sentir sobre la piel el apetito de aquellas criaturas: mi sangre las llamaba. La de mis muñecas y también la de mi frente, hilitos rojos que chorreaban hasta una barba nueva, inédita, crecida como nunca desde que me había quedado sin espejo en el castillo. Les ofrecí mi pecho descubierto, mi costilla lastimada, mis brazos abiertos, sujetos a las dos únicas ramas del árbol. Mi corazón rendido, suplicante…
Rogaba por mi alma cuando las tres emisarias de la muerte entraron juntas bajo la silueta que se alargaba ante mí sobre la hierba: entonces sus pieles sisearon como agua sobre un hierro caliente. Mi sombra, fundida con la de aquel árbol, las quemó y las ahuyentó con un quejido espantoso, que ululó en el bosque hasta las primeras luces del día…
Boquiabierta, observé la cara limpia de aquel enfermo, que un asistente rasuraba cada tres días. Luego levanté la vista hacia el crucifijo que colgaba sobre su cama: reparé como nunca antes en los detalles de su pequeña figura doliente, y así comprendí cómo Dios había conseguido que este hombre se salvara.
Por fin abrió los ojos. Contó, ya con total compostura, cómo al amanecer rengueó hasta cruzarse con un campesino que, por algunas monedas, lo llevó en su carro hasta Klausenburgo. Ahí trepó al primer tren que salía y colapsó en uno de sus asientos.
¿Dónde estoy?, quiso saber. Ya casi era de día.
En el Hospital de San José y Santa María, en Budapest, le dije, resignada a mi torpe dominio de la lengua inglesa. Yo soy la hermana Agatha. ¿Y usted es…?
Se demoró rebuscando en su mente. Ni siquiera esa parte esencial del ser —la identidad, el último bastión de lo real— había quedado a salvo durante aquella experiencia. Sin embargo, con el favor de Dios, la respuesta llegó.
Mi nombre es Jonathan Harker.
El joven se quedó respirando en calma, como sopesando lo sucedido con su conciencia resucitada. Al cabo de un rato, quiso establecer una conclusión:
Creo que escapé de casualidad.
Esa palabra siempre me subleva.
No hay tal cosa, señor Harker. Dios sabe lo que hace: tal vez usted deba servirle en el futuro. Ahora descanse y póngase fuerte, para cuando llegue ese momento.
Antes de que lo dejara a solas, me pidió que le escribiese a su prometida para avisarle que él está aquí, a salvo. Pienso omitir algunas cosas que la tal Wilhelmina no tiene por qué saber todavía. Su futuro marido se las confiará, si quiere, o quizás él también evite contárselas. En cualquier caso, mi deber de enfermera prohíbe que se las revele. Si en este diario no ahorro detalles, es porque siempre lo guardo bajo llave, para que nadie más pueda leerlo. Nadie excepto Dios, que lee en estas páginas tal como lee en el corazón de todas sus criaturas.
Del diario de la hermana Agatha,
entrada del 12 de agosto de 1893
(Córdoba, 1972) es narrador. Su libro de cuentos La música interior de los leones obtuvo el Premio de la Fundación El Libro 2018/19; Aplauso sin fin, el Premio de Novela Corta de Cáceres, España (2017); y su novela Las ostras, el "Alberto Burnichon" al libro mejor editado en Córdoba en 2011-2012. Con ella inició una "tetralogía elemental" titulada Mudanzas a ninguna parte, la cual completó con Mil surcos (2014), Las alegrías (2019) y Los incendios (2022). Los cuentos de El sueño del tsunami (Buenos Aires, 2021) también salieron en formato podcast. Más sobre sus otros libros en www.martincristal.com.ar
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