Los coleccionistas de libros
¿Otra especie en extinción?
Jorge Felippa

Todos tenemos manías, algunas públicas a pesar nuestro, y otras soterradas con las que convivimos cada cual a su manera. Unos las llevan al psicoanalista, otros a algún templo, y muchos, a la tumba.
Una especie de maníacos públicamente aceptada es la de los coleccionistas. Cada uno de nosotros conoce a alguno que ha hecho, quizás de un hobby infantil o juvenil, una experiencia vital. Cazadores solitarios entre una multitud de congéneres. Un obsesivo buscador de tesoros, cuyo valor simbólico y monetario es proporcional no sólo a su escasez, sino también al tiempo que demanda su búsqueda y a la rareza o extravagancia de la pieza coleccionable.
Casi todos, en algún momento de nuestras vidas, fuimos aventureros de entrecasa, guardando y/o amontonando algunos objetos más o menos entrañables. Desde etiquetas de cigarrillos, fotos de ídolos musicales o estrellas de cine, discos, diarios, revistas, estampillas y libros. Esos, estimo, fueron los primeros objetos que pusieron a prueba nuestra estirpe o no de coleccionistas. La gran mayoría abandona rápidamente esas efervescencias, cuando el mundo adulto le pone coto a semejante desgaste de energía con una drástica sentencia: "Pibe, en esta casa hay que parar la olla entre todos y no perder el tiempo con boludeces".
Los que venimos de la era del papel, los que fuimos criados y amamantados con el olor de los diarios, revistas y libros, hemos sufrido innumerables desgarramientos, ataques y pérdidas de esos "hermanos de leche" que nos enseñaron el amor a la lectura, la pasión que despiertan los libros, y con los años, el deseo de escribirlos. Mudanzas, exilios, divorcios, robos, préstamos jamás recuperados, fueron y son todavía los principales culpables de que en nuestras bibliotecas haya cada vez menos libros.
La irrupción de internet, dicen voces apologéticas y catastróficas, viene a escribir el epitafio para esos objetos, no sólo de papel y tinta. Y quizás no les falte razón: de hecho, ustedes leen estas palabras en una pantalla.
Aunque aquí vale rescatar el último párrafo del libro "El infinito en un junco" de la extraordinaria Irene Vallejo: "Una fabulosa aventura colectiva, la pasión callada de tantos seres humanos unidos por esta misteriosa lealtad: narradores orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores. Lectores en sus clubs, en sus casas, en cumbres de montaña, junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra, y en los enclaves apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia. Los olvidados, las anónimas. Personas que lucharon por nosotros, por los rostros nebulosos del futuro".
Bichos raros
Toda esta introducción me la provocó el llamado imprevisto de un coleccionista de libros. Uno de esos tipos que, en apenas diez minutos, te cuentan "la razón de sus vidas" y te instalan una rara mezcla de culpa con avaricia. Eso es lo que descubro ahora, mientras escribo estas líneas. El hombre, me había rastreado meses porque supuestamente, soy el poseedor del tesoro que le falta a una de sus colecciones entrañables: obras completas de escritores argentinos "raros".
Esa palabra tiene como sinónimos, entre otros, inauditos, anómalos y geniales. Y el hombre que me llamó buscaba el único libro de Juan Filloy que le faltaba a su colección.
Sin duda, Juan Filloy, nuestro nunca bien ponderado escritor cordobés que vivió en tres siglos, reunió con su vida y con su obra esos calificativos. Todo en él fue una desmesura prolijamente planificada. Nació en barrio General Paz en 1894 y murió el 15 de Julio de 2000 a los 105 años. Quienes tuvimos la fortuna de conocerlo en los últimos años de su prolífica existencia, recibimos algunas lecciones que fueron definitorias. Una de muy difícil cumplimiento para quien no vive de la literatura: No dejar de escribir ni un solo día. Y otra que explicaría su longevidad: Nunca nos habló de enfermedades, mucho menos de sus achaques personales.
Desde el año 1992 hasta su muerte, fuimos editores de Filloy, a través de una editorial que lo homenajeaba desde su nombre: Op Oloop Ediciones. Fue, para sorpresa de muchos, el redescubrimiento de un escritor casi mítico. Fuente de inspiración para otros escritores como Julio Cortázar, quien se refiere a su obra en Rayuela y en La vuelta al día en ochenta mundos. Quizás inspirador de Marechal a través de su Caterva, y de quien el escritor y crítico mexicano Alfonso Reyes sostuvo que era «el progenitor de una nueva literatura americana».
Filloy también cultivó como pocos la palindromía, "esa costumbre de preso" como él la denominaba, y también los mega sonetos, que consisten en 14 series de 14 sonetos, de los que publicó 896. Otra curiosidad es que todos los títulos de sus obras tienen siete letras, y comienzan con todas las letras del alfabeto.
Durante esos, "nuestros años felices", conocimos a cientos de lectores que luego de leer alguna de sus obras, se transformaban en cruzados en busca del "santo grial" del resto de sus libros. Sobre todo, de aquellos que él había publicado de su bolsillo en la década del '30. O el par de ediciones de Op Oloop hechas por Paidós en los años sesenta.
Leer a Filloy produce dos efectos paradójicos: te expulsa de su reino o te convierte a su legión de admiradores, una logia casi secreta que, como el señor del llamado, ofrece a cambio de alguno de sus libros, cifras inusuales o intercambios más o menos extravagantes. No menciono el título buscado para no alimentar a los buitres de la codicia. Dirán que estoy desnudando la mía. Mi respuesta al amigo que llamó fue: "Si queda algún ejemplar, está en una biblioteca hoy inaccesible para mí". Con la verdad no ofendo ni temo, decía Almafuerte.
Además, hoy todo lo que necesitás, se compra y se vende por internet. Y no sería de extrañar que, por esa vía, un día nos enteremos de que se están vendiendo los originales de las muchas obras aún inéditas de Juan Filloy. Ojalá, que esta premonición cuasi fatalista, sea evitada por los directivos de alguna de nuestras bibliotecas universitarias, provinciales o nacionales.
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