La muerte del enanito

-Selfi Urbana-


De no haber sido por Consuelo Rodríguez que se ocupó hasta del último detalle, Tahiel, el enanito, no hubiese recibido sepultura y en una de esas su cuerpo todavía estaría tirado en calle Viamonte, frente a la escuela Garzón Agulla, en barrio General Paz.

Murió en un estúpido accidente de tránsito.

Lo pisó un colectivo urbano.

Una vecina se apiadó del muerto y lo cubrió con un diario. Dos páginas fueron suficientes. Y cuando dos menores maleantes que circulaban en moto quisieron bolsiquearlo y rapiñarle un collar, otra vecina los sacó a escobazos.

-Yo venía por 24 de setiembre lo más tranquilo y despacio porque venía en horario, pero el enanito era tan enanito que al doblar por Viamonte no lo vi y le pasé por encima, le dijo el colectivero a la policía.

- Lo difícil fue vestirlo y conseguir un ataúd para su tamaño sin que fuese de color blanco, porque los ataúdes de color blanco son para angelitos y angelitos son los niños, no los adultos; al morir, Tahiel tenía treinta y siete para treinta y ocho años, le dijo Consuelo Rodríguez a un vecino que ponía cara de compungido deudo acompañando el doliente relato de la mujer.

En la madrugada del tercer día después del accidente, Consuelo Rodríguez subió a las Altas Cumbres a caballo, se internó por un sendero de la Quebrada del Condorito, y desde entonces nadie ha vuelto a verla.

Al parecer no iba sola.

Según un capataz de Vialidad que controlaba los operarios del mantenimiento habitual del camino, él vio cuando Consuelo Rodríguez bajó del caballo cargando al enanito en brazos. Dijo que al hombre bajito le colgaban las piernas y la cabeza. Dijo que también fue testigo cuando la mujer bajó por un sendero de piedras y en silencio se internó en el vientre de la montaña.

- En ese preciso momento un rayo tremendo se estrelló contra una ladera del lado de Copina y hasta me pareció que movió la montaña. Después, un temible aguacero acompañado de viento y piedra, cayó en medio de una tormenta que daba miedo de solo mirar los refucilos en el cielo, declaró el capataz de Vialidad ante el oficial sumariante.

Veinte años antes de aquella madrugada furiosa en la montaña, Tahiel había llegado a la ciudad de Córdoba desde alguna parte. Dijo ser jardinero con conocimientos en todo tipo de plantas y que andaba buscando hacer unas changas para vivir. Cuando le preguntaron de dónde era, el enanito dijo que era de la montaña. Cuando le preguntaron de dónde venía, el enanito dijo que venía de la montaña. Cuando le preguntaron por qué se llamaba Tahiel y qué quería decir su nombre, dijo que respondería esa pregunta después que consiguiera un trabajo. Y cuando le preguntaron cuántos años tenía, ya por entonces dijo treinta y siete para treinta y ocho, aunque, según las vecinas del barrio que tenían probados ojos de buen cubero, el enanito tenía más de cien. - Y por más que la disimulaba, el hombrecito además cargaba una pena antigua como el tiempo y millones de veces más grande que él, sentenciaron las vecinas.

Apenas consiguió unos trabajitos para podar y mover la tierra de los jardines, trascendió que era una buena persona, porque solo las buenas personas tienen buena mano para las plantas, porque las plantas saben muy bien quién las toca y quién les habla. Sin embargo, y a pesar de eso, mucha gente en la ciudad empezó a discriminarlo. Antes que dejaran de dirigirle la palabra, lo habían acorralado con preguntas, que es otra manera de discriminar.

Nadie le creyó que nunca hubiera trabajado en un circo. - No puede ser, decía la gente.

- Abuelo, ¿para qué son los circos, si no es para ver a los enanos?, preguntaban los niños.

– Seño, ¿a dónde van los enanitos cuando mueren?

- ¿Es cierto que el cielo está muy alto para ellos?

Las vecinas en la feria franca jamás creyeron que el enanito nunca animó fiestas infantiles ni anduvo haciendo piruetas por ahí para ganarse unos pesos. Entonces, por creerlo un embustero, siempre lo miraron por encima de los hombros. Y la gente que en vida lo había discriminado siguió discriminándolo después de muerto.

Hacían comentarios cortitos, en diminutivo, y en chiquito:

-¡Pobrecito el enanito…!

-¡Parecía buenito!

-¡Estaba como dormidito!

-¡Pero estaba muertito!

-¡Parecía un muñequito!

-¡Qué chiquito el cajoncito!

-¿Habrá tenido hijitos con otra enanita?

-¿Dónde estarán esos enanitos?

-¿Dónde quedará su casita?

En vez de flores las coronas fueron armadas con brotes, los ramos y las palmas fueron hechas con adornos para tortas infantiles, cortitos fueron los suspiros, cortitos fueron los llantos, y cortitos fueron los silencios.

La primera vez que Consuelo Gutiérrez lo vio podando unas rosas en el jardín de una casa en barrio General Paz Juniors, le hizo una reverencia y se puso a su disposición, después de todo para eso había venido ella a la Córdoba de la Nueva Andalucía. Su misión era atenderlo, servirle. Por eso, cuando el enanito murió, ella lo vistió con el mismo ropaje que usaba doce mil cuatrocientos setenta y dos años atrás. Y si tardó en vestirlo fue porque la wentru ñi takulugüm tiene sus cosas.

Primero le puso el chürüpa para cubrirle las partes. Después el trarüwe para que no se le cayera el chürüpa. Le acomodó el trarülongko en la cabeza para sostenerle el pelo, y luego lo cubrió con un soberbio makün gris. Recién después danzó descalza a su alrededor, cantando el lamento que tenía que cantar y emitiendo los sonidos que debía emitir ante el cuerpo muerto del jefe de los guerreros.

Tahiel, cuyo nombre quiere decir Canto Sagrado de Los Hombres Libres, fue uno de los jefes mapuches más valientes que conoció la Araucanía en casi trece mil años de asentamiento patagónico. Comandó a los bravos guerreros enanos armados que en lo alto del cerro Amun-Kar pelearon contra "El enemigo invencible", como llamaban a los guerreros del cacique Linko Nahuel.

Fue tan sorpresivo y sangriento el ataque de los enanos a los indios, que, cuenta la leyenda, Dios hizo tronar en erupción al cerro Amun-Kar para que su lava cayera sobre los que se peleaban y quedaran unidos para siempre hechos piedra y convertidos en una sola raza: la Mapuche. Desde entonces el cerro cambió su nombre y le llaman Tronador.

Entre las pertenencias encontradas del enanito había una caja cuyo contenido sonaba a vidrios rotos. Además, había una nota del cacique Tahiel con este mandato: - Si muriera por última vez, que me sepulten en el vientre de una montaña. Encomiendo a la mujer llamada Alejandra Daoiz, cuyo linaje proviene de Navarra, en el País Vasco, independiente de España y es madre de mapuches, para que haga la devolución de estos vidrios al rey de los colonizadores y que se sepa.

Esta es mi voluntad y la de los muertos dueños de estas tierras.

¡Llévense sus espejitos de regreso a España!!!



Alejandro González Dago

Periodista y escritor. Trabajó en los diarios Los Principios y fue redactor especial en La Voz del Interior. Ha conducido programas en LRA7 Radio Nacional, LW1 Radio Universidad, y en LV2 Radio General Paz. Es ganador del premio de literatura 2022 de la Agencia Córdoba Cultura, y mantiene cifradas esperanzas de la aparición con vida de la cultura.

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