La llamada del monte

Aprendí por las malas que no me gustaba el terror. Un sudor frío que me atravesó desde la piel hacia adentro, congelándome los huesos hasta el alma, paralizándome cualquier instinto. Tendría unos once años, quizás, y un libro maldito entre las manos.

A alguien para quien leer era una fuente de vida y energía como la luz del sol, aquel libro maldito de la infancia me dejó una certeza: no volvería -jamás- a embarcarme en la lectura de otro libro así: sangre inexplicable, seres sin rostro, oscuridad habitada, respiración fría, presencias en la espalda, muerte, secretos indecibles sostenidos de por vida y en el centro de todo estaba ella (mi yo niña) pálida, con el corazón al galope, paralizada para siempre con un libro maldito entre las manos.

El poder que ese libro ejerció en mi mente, en mis recuerdos, en mi piel, creció y se expandió a gusto y placer por más de treinta años. Tengo poquísimos fogones con historias de fantasmas en mi haber, unas contadas películas oscuras y tenebrosas de las que no pude escapar porque me daba más miedo irme que quedarme a verlas, unas cuantas lecturas más cercanas al suspenso que al terror, quizás un único ingreso a una casa del terror, una larga trayectoria de cobardía sobre el asunto que nos compete. Me llevó tiempo entender que ese pavor del que decidí alejarme voluntariamente, al que le cerré una puerta para siempre, el chiste de saborear ese miedo entrando al cuerpo por cada poro y desde todos los sentidos, es justamente lo que lleva a otres a elegir leer o escribir ese tipo de historias. No a mí. Nunca jamás.

Pero el tiempo hace su trabajo y el miedo busca hasta que encuentra. O hasta que una mira atrás y descubre que algo más también cambió y en el camino una mutó. Me hermano entonces de a poco con saberes añejos y ancestrales. Reviso mis noches y mis sueños y le agradezco a mi abuela que me haya visitado en noches de enfermedad y desesperanza. Construyo a mi alrededor un aquelarre y empiezo a caminar un sendero que, a la vez, me asusta y me empodera. Muchas brujas andan siempre cerca, brujas literarias, mediadoras, valientes mujeres compañeras de ruta y de la palabra.

Me animo entonces. Me desafían a una lectura cordobesa, pendiente, con componentes fantásticos. Recorro el estante de esos libros que esperan con paciencia y descubro que ella me mira. Me atraviesa su mirada amarilla entre las ramas. Levanto el libro de Utz Gregorzuk y aún sin abrirlo escucho la llamada del monte*. Elijo un lugar tranquilo en el que me siento valiente: subo a la terraza y me acomodo en el banco de piedra al rayo del sol, leo el primer cuento y decido bajar del asfalto, meterme al monte y ver qué onda. Lo que sigue es una extraña tarde donde atravieso los cuentos mirando por sobre el hombro, apretando en mi puño el dije que llevo en el pecho siempre cual talismán, sintiendo en la nuca la respiración brava de la autora y a la vez su abrazo cálido que me hace sentir acompañada.

En las páginas hay bicicletas, perros, moscas, doñitas viejas, destrucciones como hechizos, sueños de garrapatas, hachas entre las herramientas del jardín, un volcán. Me interpelan un pensador y la muerte. Objetos, seres y espacios llenos de un halo indescifrable. Decido que dos de los cuentos (Encuentro I y Encuentro II) me definen, me alucinan y que los voy a compartir en el próximo encuentro de brujas. Descubro que treinta años después, otra vez una lectura me ha dejado sola en el centro de todo, con un libro maldito entre las manos. Solo que esta vez, lo leo con el alma mutando a bruja…

Y, mientras lo cierro, sonrío.


*La llamada del monte, de Utz Gregorczuk, editado por Gualicho, Córdoba, 2022.





Comentarios: 

- Mónica Ambort: Habrá que leer el libro. Muchas gracias Barbi Couto.

- Barbi Couto:  ¡Gracias a vos Mónica!

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