La infancia muda de Wittgenstein
Juan Manuel Saharrea
En Los Crímenes de Oxford de Alex de la Iglesia, la primera escena muestra a un soldado absorto en su escritura mientras el resto de la tropa enfrenta un ataque feroz. Es la primera guerra mundial. Uno que descarga su fusil repara en él y le grita a otro, en medio de los cañonazos, qué carajos hace ese con un cuaderno. El otro responde: "Está escribiendo". Ese hombre perdido en su cuadernito era Wittgenstein. Lo que ese hombre escribía era el último gran tratado de la filosofía de todos los tiempos: el célebre Tractatus Logicus-Philosophicus.
Posiblemente la historia haya sido menos épica. El caso es que, al volver del campo de batalla, con poco más de veinte años, Wittgenstein esperaba reencontrarse con David Pinsent, su gran amor de juventud. La cita era en el Cambridge de los años veinte, el escenario adonde había ido antes de la guerra a estudiar con uno de los popes de la filosofía: Bertrand Russell (la universidad de Cambridge más adelante lo tendría de estrella). Pero la primera guerra se llevó a Pinsent y le dejó el Tractatus bajo el brazo. Luego de una esperable historia de los rechazos editoriales (en el prólogo Wittgenstein afirmaba "Soy, pues, de la opinión de haber solucionado, en lo esencial, los problemas") vino finalmente su publicación. Wittgenstein adquirió fama mundial a partir de ella, y su futuro podría haber sido el de un intelectual público, de esos que firman manifiestos pacifistas o participan de asociaciones y dirigen tesistas de todas partes. Nada de eso pasó. Abandonó la academia, renunció a su acaudalada fortuna y volvió a su Viena natal.
El plan de regreso era insospechado: convertirse en maestro de escuela. Podría pensarse que tenía sensibilidad hacia los niños. Pero a meses de ingresar a un instituto lo acusaron de violentar a los pequeños. Aparentemente ellos no receptaban su disciplina. Pasado el proyecto pedagógico se propuso una tarea de ingeniero (su vocación inicial había sido la ingeniería aeronaútica): construir una casa para su hermana. Hay un documental que cuenta esta historia llamado La casa de Wittgenstein. Allí se ve la construcción en la que se destaca, más allá de un diseño clásico, cuadrangular y con aberturas altas, el trazado de cosas accesorias como los picaportes.
A nivel teórico, Wittgenstein no era un obsesivo por los detalles. Más bien enfrentaba las grandes preguntas (Qué es el mundo, cómo lo representamos, cómo significamos, qué es el sentido) y dejaba toda especificación en manos de otros. En el Tractatus se propuso demostrar que el lenguaje y el mundo comparten una estructura y que esa estructura es la lógica. El tema de Investigations (su obra póstuma más importante) es ni más ni menos cómo aprendemos un lenguaje y en qué consiste comprender los conceptos. Si debiéramos buscar antecedentes o filiaciones intelectuales, Wittgenstein se parece a esos filósofos del siglo XVII o XVIII que escribían tratados ambiciosos como "De la naturaleza humana" (David Hume) "Acerca del entendimiento humano" (Berkeley) o "Crítica de la razón pura" (Kant). Ese mismo carácter amplio y general está en el título de sus obras. "Tratado lógico y filosófico" y Philosophical Investigations que es ni más ni menos que Investigaciones Filosóficas; así nomás, sin subtítulos.
Otra extravagancia en Wittgenstein se da en su escritura, consistente en sentencias breves o párrafos de no más de doscientas o trescientas palabras, siempre numerados. Al escribir teoría de esa forma es inevitable asociarlo a la estructura de los tratados de matemática. Wittgenstein admiraba mucho ese estilo. El Tractatus, a modo ejemplo, comienza con dos oraciones
1. El mundo es todo lo que es verdadero.
1.1. El mundo es la totalidad de los hechos no de las cosas.
La vinculación de este estilo aforístico con Nietzsche es casi obligada. Pero Nietzsche por su propia formación filológica y sus lecturas más amplias (Wittgenstein, como bien dice Federico Penelas, contaba con un "desapego de la historia de la filosofía") sí podía respaldar una pretensión literaria, poética o aforística. Wittgenstein, por su parte, jamás se jactó de algo semejante ni tampoco, presumiblemente, le hubiera sumado algo a sus teorías o pensamientos.
Estas extravagancias definen un cuadro general respecto al tipo de intelectual que Wittgenstein era con muchas tensiones. Su abandono académico no terminó de convertirlo en antiacadémico. Luego de su deserción inicial regresó a Cambridge, en los años treinta, y llegó a ser docente titular. Renunció luego de una década por razones políticas relacionadas a la guerra, algo habitual por entonces. Hasta el último día de su vida se la pasó escribiendo. No era tampoco un tipo desconectado de la opinión de sus contemporáneos; una suerte de libre pensador. Sus cartas demuestran un interés grande en saber qué opinión tienen colegas acerca de lo que piensa. Tampoco se sabía genial. Como buen inseguro, estilo Kafka, jamás dimensionó su impacto en la filosofía contemporánea. Esto no es del todo comprensible aun cuando la crítica se ocupara sistemáticamente de su pensamiento, solo después de su muerte.
II
¿Ahora bien, uno puede aventurar que las extravagancias de Wittgenstein se relacionaban a cierta misantropía? Esto es bastante habitual en cualquier pensador de su estilo; retirarse o apartarse prudencialmente de la comunidad. Desde Heráclito, quien prefería jugar juegos con niños a conversar con adultos, hasta nuestros días, siempre la comunidad es un espacio del que es necesario apartarse para reflexionar. Además, la búsqueda de soledad es la forma dilecta que adopta la búsqueda del sentido en un pensador. Sin embargo, los retiros de Wittgenstein tenían siempre un interés fuerte en la comunidad (dar clases a chicos, apuntarse como voluntario de enfermería en la segunda guerra, o regalar una casa a la familia). Tampoco podría decirse que careciera de afectos; era un tipo realmente querido. Lo prueban dos cosas: la paciencia infinita de Russell a sus sucesivos desplantes tanto dentro como fuera de la universidad. El hecho de que Wittgenstein murió en la casa de amigos; de Peter Geach y Elizabeth Anscombe, filósofos muy reconocidos, que lo tuvieron bajo su cuidado hasta el último aliento.
Sin embargo, hay una imposibilidad que el propio Wittgenstein preparó para sí mismo a lo largo de los años. Es tal vez el rasgo más importante de su filosofía. Saul Kripke, otro filósofo clave del giro lingüístico y uno de sus máximos intérpretes, refirió a esto como "una nueva forma de escepticismo" que pone en jaque ni más ni menos "la propia posibilidad de significar de un lenguaje". Otro de sus seguidores más originales, Stanley Cavell, describió bien esta suerte de epifanía que Wittgenstein supo mostrar en su obra:
Aprendemos y enseñamos palabras en ciertos contextos, y luego, se espera de nosotros, y nosotros de los demás, que seamos capaces de proyectarlas en otros contextos. No hay nada que asegure el éxito de esa proyección.
Esta incertidumbre en la proyección (en la reutilización en otro contexto) podría pensarse que es un problema que surge en los debates filosóficos. Pero Wittgenstein se esfuerza en señalar que este fenómeno emerge en nuestras conversaciones más ordinarias. Por eso Cavell agrega:
Compartimos líneas de intereses y sentimientos, modos de respuesta, sentidos del humor y de la significación, de qué es monstruoso, o similar a otra cosa, de qué es comprender y perdonar, de cuándo una expresión es una aseveración o cuando una apelación. Todo ese torbellino que Wittgenstein llamó formas de vida.
Esas formas de vida, podríamos pensar, son puestas en cuestión por la filosofía o el pensamiento crítico en general. Wittgenstein, sin embargo, pretende acortar distancia a la usual rareza de la duda filosófica. Apuesta a un asombro ante lo incierto que se deriva del hecho de escuchar cómo hablamos cotidianamente. Cavell capta bien esto al decir:
El habla y la actividad humanas, la cordura y la comunidad (para Wittgenstein) no descansan en nada más, pero en nada más que sobre formas de vida. Se trata de una visión tan simple como difícil, tan difícil como (y porque es) terrorífica.
Entender este terror que produce captar la fragilidad a la que nos expone el hecho de hablar un lenguaje, es un camino posible para entender no sólo la filosofía de Wittgenstein, sino su propia extravagancia, sus retiros, y, ante todo, cierta oscilación entre la pulsión por apartarse de la comunidad y su necesidad de encontrarse con ella. La pulsión por salir de la muchedumbre y ser parte de ella. Entre el terror de saber que el significado no es cierto a la vez que el asombro porque la comunicación se da y se dará.
III
El filósofo italiano Giorgio Agamben le dedica un texto formidable a Wittgenstein titulado Infancia e Historia, allí dice que un niño que empieza a hablar posiblemente pierda la experiencia de la complejidad del mundo que lo habitaba hasta entonces. Para Agamben prestamos atención al habla con el objetivo de recuperar esa experiencia primigenia y a menudo, los más buscadores, leen literatura o la escriben, pintan, hacen cine. Así la encuentran o al menos están más cerca de esa textura desnuda de lenguaje en donde nadie podría saber si hay algo similar a la memoria.
Wittgenstein daba la impresión de no haber perdido ese contacto con la infancia muda. Aun siendo hablante podía recordar la complejidad del mundo en el límite con la palabra. Ahora bien, esta conciencia del límite no resulta nada romántica. Un niño entra al lenguaje, en buena medida, por necesidad. Y se olvida. Y si bien es cierto que esa experiencia primigenia resulta inquietante y atractiva lo cierto es que vivir con el peso de ella ofrece una imagen plausible de la locura. Es imposible saber si Wittgenstein batallaba esta infancia muda. Lo que sí es seguro es que, darla por supuesta, brinda un marco caritativo a su extravagancia; no como pensador sino fundamentalmente como individuo. También explica su insistencia en un punto donde su filosofía se anuda con la vida: señalar la cercanía de esa experiencia desnuda y solitaria con un lenguaje lacónico, parco, y a veces, desesperante.
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