Hubo un día en que… todos fueron fotografiados
Un día de 1870 tres hermanos Righetti vinieron desde Ticino (Suiza) a la Argentina. Se instalaron en la ciudad de Rosario, recién abierta al mundo y a los implantes foráneos que trajo el intercambio entre continentes.
Construyeron sus familias con mujeres paisanas; construyeron talleres, depósitos, casas que crecían a la par que sus ganancias en oficios vinculados a la arquitectura: fundidor, Santiago; yeseros, Mateo y Pedro.
Un día el Gobierno Nacional les pidió a estos últimos que apuraran los trabajos del edificio de la Academia Nacional de Ciencias. Vinieron a Córdoba en 1882, instalaron su taller en la calle Ancha, cerca de las paredes a embellecer. Iban y venían de una ciudad a otra, Pedro se fue aquerenciando en esta ciudad de tejados rojos, patios con aljibes, arcadas con enredaderas. Anduvo por varios locales, hasta que se instaló en la calle Salta, lejos de las aguas de la Cañada que mojaban sus moldes; cerca de la estación de trenes, donde recibían el material y las cartas de sus familiares. Con el tiempo, ese medio de locomoción permitía estar allí y aquí.
El taller de Córdoba estaba a nombre de Mateo, pero era regenteado por Pedro, contiguo a su residencia. Allí se lucía su familia y los empleados suizos, italianos, alemanes, entre moldes, teselas, bolsas de yeso. En Salta 45/47 todo pasaba, desde el armado de una carroza de carnaval a la frugalidad de una comida entre compatriotas: artistas y constructores. Todo sucedía en ese patio con portón de madera y macetas rústicas.
Hubo días en que las cámaras fotográficas fueron muchas y de distintos formatos, que acompañaron paseos, picnic y viajes a Rosario. También cruzaron el océano en sentido inverso en 1902 y en 1906 para llegar a Aranno, donde Santiago levantó otra casa. Y los hijos de Pedro y Victoriana: Josefina, Rodolfo y Zulema, vestidos de luto, viajaron a conocer el terruño, el campanille, las tumbas de sus ancestros, la de su nono Guiseppe, quien había enseñado a utilizar las manos para levantar paredes, con hierro y yeso.
Un día, el taller de Córdoba pasó a manos de Rodolfo y en 1927, se derrumbaron los vestigios de la arquitectura criolla, para hacer una casa compacta de dos pisos, de varias ventanas sobre la línea de edificación, ornamentada con figuras escultóricas. El taller de yesería La Helvética continúo con el mismo nombre hasta los años 1960, cuando los hijos de Rodolfo lo cerraron. A esa altura ya era más un incordio para el medio ambiente que un oficio requerido.
De la empresa de Rosario poco se sabía. Debió caducar en los primeros años de 1910 cuando murió Santiago quien había construido un emporio de la fundición, con un mercado favorecido por el impulso demográfico y constructivo. Vendía columnas, escaleras, estufas, cocinas para la arquitectura doméstica y luminarias y ornamentaciones para las obras públicas de todo el país. Llenó de objetos de confort su casa de dos pisos de la calle Salta al 1366. Su residencia también se confundía con los galpones y depósitos donde mostraba el buen pasar de un inmigrante trabajador quien no declara oficio en el censo de 1895, al igual que sus hermanos.
Y en cada circunstancia hubo un fotógrafo o fotógrafa que convirtió ese instante para siempre al fijar esa escena en un rectángulo de papel.
Hubo un día más cercano en el tiempo que cajas y cajas de placas de vidrio se fueron a la vereda, hubo un carrero que las recogió. Una parte de las cajas fue a dar a un depósito del Ferrocarril Mitre, otra parte a las manos de Chicha, anticuaria, que pagó unos pesos por estos vidrios emulsionados, sin identidad.
Otro día del 2006 seis placas de gran tamaño llegaron a mis manos, hice copia de contacto, identifiqué a la familia, la ciudad, y quedaron dormidas en mi computadora y en mis tareas a futuro. Pasaron los años y un día del 2014 un llamado telefónico me conminó a trasladarme a Alta Gracia. Ruth me esperaba con más de 400 placas desparramadas en su mesa.
Mágicamente un día la suerte estuvo del lado de la memoria visual y las placas de Ruth quedaron salvaguardadas en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía. Allí descubrimos con Sofía y Paty el valor de estos frágiles registros y pude junto con Leandro, Lucía y Milagros una vez inventariadas y limpias, poner nombre y apellido a muchos de los fotografiados.
Reproducidas en el CDA por Malvina, los vidrios de Ruth y una parte de los de Chicha constituyen un fragmento de la memoria visual de los cordobeses y rosarinos. Son los rastros de nuestro paisaje urbano, de nuestros llenos y vacíos arquitectónicos. Pero son también los rostros que ignoraban que con su mirada interpelarían la mía cien años después. Ahora ellos se dejan investigar con los tropiezos del olvido y me preguntan: ¿qué más quieres saber?
Y los reinvento y me reinvento acompañándolos en unos de esos días.
Cristina Boixadós
Córdoba, Octubre 2020
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