Frente a los fiordos de la Isla de los Estados

Luis E. Altamira

nationalgeographic.com.es
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Las yubartas retornaban de las gélidas aguas del mar de Behring, donde concurrían todos los veranos a alimentarse. Habían partido desde la costa de Kona, en la isla grande de Hawai, a principios de junio y ahora que comenzaba el otoño, estaban de regreso.

Kohola había debutado en la pesca colectiva del arenque, en los canales de Tongass y, ufana, sentía que lo podía todo. Llegaría el día en que tendría las fuerzas suficientes para desprenderse de las aguas y así, ondulando en el aire, alcanzar las alturas celestes de los días.

En estas cosas pensaba Kohola cuando el estruendo de un bramido cimbró los cuerpos de la manada. El estruendo se prolongó por unos segundos, dando paso a otro sonido también atronador, similar al que podríamos hacer restregando un globo contra un vidrio.

¿De donde provenían esos ruidos? ¿Y quién los producía? Kohola pensó en Kamehameha, la jorobada nunca vista que, contaban los mayores, estremecía los mares con sus cantos incomprensibles.

El bramido seguido del restregar se repitió, despertando la indefensión en las más jóvenes (aunque no en Kohola, quién creyó percibir cierta dulzura en aquellos sonidos intimidantes (y un atisbo de calidad en el sentimiento desde el que se expresaba esa dulzura; una calidad que no había escuchado jamás).

Kamehameha, o quién fuera que fuere, lanzó entonces un silbido, similar al que podríamos hacer soplando el celofán de una etiqueta de cigarrillos. El silbido se extendió agudizándose hasta un punto imposible y ahí lo mantuvo, despertando las risas y carcajadas de la manada. A ello le siguió un silencio abruptamente interrumpido por un respingo inmenso que volvió a inquietar a las más jóvenes.

Y entonces Kamehameha se largó a cantar Corazón materno, una vieja canción de las jorobadas brasileñas que las yubartas hawaianas solían ridiculizar. Lo hizo sin sarcasmos ni dobles intenciones, expresando esa hermosura irreprochable de ciertos estados del sentir que se alcanzan a través del canto.

La manada, conmovida, la ovacionó. Kamehameha continuó cantando Corazón materno mientras se alejaba en dirección sudeste (las ballenas pueden repetir una canción durante horas o días, incluso) y Kohola, definitivamente hechizada por aquella soledad estética, empezó a separarse de sus congéneres.

*

Kohola nadaba próxima a un punto ideal de escucha, casi al límite de sus fuerzas. Pensaba en la distancia a la que podría encontrarse Kamehameha (las yubartas pueden detectar la presencia lejana de una gran obstrucción emitiendo fuertes sonidos, pero aquello habría sido interrumpir el canto de la diosa con una grosería imperdonable).

Llegó un punto en que la necesidad de respirar fue más fuerte que el embrujo de aquel canto. Al emerger, Kohola lanzó por los espiráculos el dióxido de carbono largamente contenido e inhaló el aire del mar. Permaneció en la superficie el tiempo suficiente para recuperar el aliento (y las fuerzas) y al sumergirse volvió a escuchar a Kamehameha - quién, a juzgar por el volumen de su voz, se había alejado considerablemente.

El volumen iría descendiendo con cada ascenso a la superficie hasta que dejó de escucharse. La joven yubarta tomó conciencia entonces de lo que se había alejado de la manada, y recordó las advertencias de las mayores sobre lo que les podía pasar a las que se aventuraran a seguir a Kamehameha.

Pero alguien que cantaba así no podía ser capaz de ningún mal.

*

Kohola continuó nadando en dirección sudeste. Transcurrieron días y noches en los que soñó que conocía a la diosa y ella la aceptaba y la llevaba a nadar entre las estrellas, cantando con esa profunda conciencia de lo que es el canto.

Y una siesta en la que se hallaba suspendida panza arriba, rozando la superficie del mar, Kohola volvió a escuchar a Kamehameha. El canto se oía tenue; si hubiera tenido manos, se habría pellizcando para asegurarse que no lo estaba soñando.

La jorobadita se lanzó a nadar, tratando de acrecentar el volumen de aquella confesión que era el canto de la diosa. Y entonces Kohola emitió involuntariamente un pasaje de la canción.

Kamehameha paró de cantar. Pasaron unos segundos interminables. ¿La habría escuchado? La joven yubarta, temerosa, repitió el pasaje y al cabo de un rato la diosa se lo devolvió imitando su registro, que era mucho más agudo. Ya no se distanciarían.

*

Nadando siempre en dirección sudeste (y cantando), las ballenas ingresaron a principios de enero a la corriente circumpolar antártica, pródiga en bancos de krill. Kohola contactaría allí con yubartas provenientes de Tonga y Ecuador, y vería por primera vez a las inmensas y estilizadas ballenas azules.

El caso es que cerca del estrecho de Drake la jorobadita empezó a sentir la voz de Kamehameha cada vez más próxima, intercalada por breves y preocupantes quejidos. A los dos días la joven yubarta dedujo, por la repentina y acelerada cercanía de la voz, que la diosa se había detenido.

*

La encontró frente a los fiordos de la Isla de los Estados en posición vertical, durmiendo. Era monumental, majestuosa, alguien con quién no había otra posibilidad que obedecer. Kohola dio vueltas a su alrededor, sobrecogida por el tamaño y las cicatrices que le cruzaban el cuerpo.

De repente Kamehameha abrió los ojos y la miró con indolencia. Intimidada, la jorobadita atinó a susurrar el comienzo de una canción que habían estado cantando días atrás. La diosa sonrió con dulzura.

- ¿Sos vos? - preguntó, con la voz dolorida.

- Si… -respondió Kohola.

- Un gusto conocerte, cantás muy bien…

- Gracias.

La joven yubarta quiso saber qué le pasaba. Kamehameha le explicó que una antigua lesión – provocada por una colisión con un buque ballenero - le estaba impidiendo continuar.

- No sabés lo que me cuesta subir a respirar… - se quejó.

Y agregó:

- He sido una yubarta libre, le he dado como sesenta vueltas al mundo… Ahora solo espero tener fuerzas para terminar algo que estoy componiendo.

La diosa le susurró dos fragmentos de la nueva canción y a continuación una parte que no podía resolver, una parte toda descendente, a la que no le encontraba la manera.

- ¿Y si probás subiendo?… - arriesgó Kohola.

- ¡Claro! – exclamó Kamehameha, repentinamente iluminada.

Y entonces el tenue hilo que la ataba a la vida, se cortó. El cuerpo de la diosa se hundió pesadamente en las profundidades. La jorobadita la acompañó un buen trecho y después subió a la superficie, a respirar.

El cielo estaba despejado, corría un aire tierno y relucían inocentes las estrellas. Le llegaron las voces de los tripulantes de una barca anclada en Puerto Abrigado y sintió que había llegado el momento de volver con la manada.



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