El antropólogo marciano

10.07.2024

Estatuas, lagartijas, autómatas…

Gabriel Abalos

Vi a los alcanzapelotas de tenis. Me hallaba casualmente en París aquel mes de mayo y un amigo con buenos contactos consiguió dos entradas para uno de los partidos del Roland Garrós. No he estudiado el juego, jamás había asistido a uno. Sé que estaban en octavo de final. El estadio era enorme. Mi amigo me comentó que durante la ocupación nazi allí había funcionado un campo de concentración. Había bastante gente en la tribuna, el sol picaba pero a mi amigo le había regalado dos gorras. Apenas comenzó el partido, me llamaron la atención los chicos y chicas que se encargaban de volver las pelotas al juego, formando parte de un círculo de acciones para su reutilización. Comenzó a atraparme el observar y seguir sus movimientos, que parecían obedecer a reglas estrictas con la orden de desaparecer de la escena velozmente. Debían actuar como objetos, evitando llamar la atención. Hacían súbitos movimientos lo más veloces posibles, para luego detenerse por completo y asumir posiciones prefijadas, como estatuas. Me recordaron mis seguimientos de lagartijas, que suelen dar corridas muy rápidas y luego de un trecho se paralizan tratando de pasar desapercibidas. Los chicos o chicas que deben entregarles pelotas a los jugadores también son veloces y además, ejecutan series de acciones rituales u operativas, como de autómatas. Anónimos. No es sobre ellos que recae la fama. Han llegado atraídos por la fama de los top ten. Como todo el mundo, incluidos los propios top ten, a poner en juego sus famas entre los pares.

Me dicen que son una legión de jóvenes que en todos los torneos rodean la cancha y desarrollan coreografías precisas, espero que sus corazones y su aparato respiratorio estén habituados a las corridas súbitas, veloces y cortas, y a volver de golpe a una completa inmovilidad. Hay relevos durante los partidos. Mientras me habituaba a no perderlos de vista, me ponía en su lugar, estudiaba, e incluso disfrutaba sus desplazamientos y sus poses como de ídolos, sus actitudes y sus gestos, sus rostros controlados, que no comunicaban nada. Las miradas inexpresivas. Esa amable y humana cosificación que les venía de fuera.

Tomé nota en mi libreta de campo. Los observo y debo vencer con esfuerzo la constante intromisión de los jugadores, ejerciendo la ocupación de la cancha atentos al rival, sin parecer casi reparar en esa danza que se ejecuta a su servicio, para su comodidad y la mayor fluidez posible del juego. El juego lo es todo. Los resultados son la última palabra. Los o las recogepelotas pasan a un total segundo plano, fuera de foco, como esos pueblitos pintorescos que ni se miran desde el tren que atraviesa la región, porque en los vagones es donde ocurre lo que importa. También percibo una obediencia -y no me refiero a la de los materiales literarios sometidos al capricho del autor-, en particular una obediencia de seres en condiciones de inferioridad, todo en mérito de un fin superior. Así, estos niños o adolescentes se someten a su papel con alegría. Papel alude también al reino del teatro, la performatividad de esos gestos fijados por otro y mimados por ellos, sometidos al juicio de otros, severos. Los veo como a aprendices esforzados, no basta que sus acciones sean eficaces en lo operativo, también deben respetar un lenguaje de signos destinado a todos los que llenan el lugar. Y aunque su papel carece prácticamente de subjetividad, es de su estricta encarnación de normas acuñadas por la tradición que depende la continuidad misma de la realidad establecida como oficial. Las leyes que definen la situación y foco inapelable de la historia, en ese momento y en ese lugar, las del juego. Del cumplimiento de las mismas depende el relato de lo que ocurre, la satisfacción de los sponsors, las redes y medios involucrados, la continuidad de un flujo de derechos, una cadena de premios y una masa de riquezas. Esos seis niños, sus historias dejadas al borde del camino reproducen y representan el punto ciego de la sociedad del espectáculo. Una nueva mutación en la cadena de lagartijas, autómatas, estatuas, desenfocados, obedientes, actores, bailarines, servidores, sostenedores, anónimos, imprescindibles, esforzados...

Ahora la reverberación del fenómeno se alza como una polvareda, y se trata del mecanismo de las reglas, que son estrictas para todos los participantes en ese momento y lugar, sin importar las enormes diferencias en sus pagas o en sus bolsillos. Nadie es ajeno a la regla del juego.

Sin embargo, tal vez en respuesta a esto, se puede observar también -desde un enfoque animista, no por ello terraplanista- que todo el juego en el campo, el sentido último de lo que ocurre, podría estar dominado por el único elemento que no obedece a reglas estrictas, como se pone de manifiesto en los llamados "errores no forzados": las pelotas mismas. Si errar es humano, también lo es acertar y la pelota, objeto en apariencia impulsado por la pericia de los jugadores, es aquello que a su vez domina cada movimiento de los alcanzapelotas, que deben portarlas, cuidarlas, aferrarse a ellas, a esas cosas esféricas como aterciopeladas que adquieren un valor sagrado por la forma en que rebotan, dónde van a pegar, cómo se pierden, y son la prueba efectiva de los golpes maestros o desangelados de los tenistas. Esos objetos que los seis niños, niñas o adolescentes se afanan en cazar y en ofrecer, cual un gato obsequia un ratón sacrificado, con preciso ritual, a los ídolos del tenis. Ellas, las pelotas, son las que recorren las trayectorias, las que dan fe y con la marca de su impacto son la última palabra sobre lo verdadero, lo falso, la gracia de la propuesta y la respuesta de cada saque, aquello que todos los ojos siguen, también como gatos, atentos y excitados por sus saltos. La fuerza motriz de dichos venerados artículos les es provista por los modelos universales vivos de toda la colección muscular de torsiones, saltos, golpes, y de la fuerza, la puntería, la velocidad, los reflejos, la anticipación. Los tenistas ejecutan esa serie de movimientos, pero son las rebotonas las que salen a la cancha, las que con su estela dominan cada músculo humano, cada ilusión, cada favoritismo, cada cálculo y cada servicio, tanto en el foco del partido como en su periferia donde esos seis niños se afanan en lucirse, es decir en pasar desapercibidos mientras el resto de la gente permanece prácticamente estática. Las pelotas se suceden unas a otras, hasta ser reemplazadas en períodos nimios para la marcha del planeta, como en una tragedia shakespeariana, aunque con menos sangre y tal vez menos locura.

No recuerdo el nombre de los tenistas. Me dijeron que eran el número 3 y el número 5 del mundo.



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