En El Escorial
Especial para Tierra Media
Marcelo Casarin
Mariana y Gustavo viajan a Europa. Serán unos días de vacaciones por la península ibérica y luego un mes de trabajo en Francia. Toman un vuelo de Iberia en la Córdoba de Argentina, que los depositará en Barajas sin escalas. Allí los espera un auto rentado, con el que piensan hacer un periplo que los llevará por algunos puntos de interés de España y Portugal.
Nunca están de más las precauciones al momento de emprender un largo viaje en avión, trasatlántico, desde Sudamérica a Europa como en este caso. Se sugiere, antes de abordar la nave ingerir unos miligramos de aspirina, la mejor profilaxis contra la trombosis que puede provocar la altura y la posición de los cuerpos, las piernas replegadas en los limitados espacios entre las filas de asientos que comprimen las venas. Algunas personas necesitan, también, tomar dimenhydritate o metoclopramida en dosis variables para combatir mareos y vómitos. No deben olvidarse los chicles o gomas de mascar que sirven para combatir los oídos tapados por la altura; y para dormir, lo mejor es bromazepam, midazolam, alprazolam, diazepam o clonazepam, que son las denominaciones químicas de una serie de ansiolíticos, calmantes, etc.
Mariana y Gustavo son viajeros experimentados y conocen estas recetas. Pero nada impidió que el vuelo resultara un verdadero tormento gracias a unos hermanitos, un adolescente y dos niñas que viajaban en la fila de atrás, cuyos padres estaban varias filas más adelante, felices de la vida, despreocupados y distendidos. Los jóvenes, en especial la niña menor, se la pasaron buena parte de trayecto dando patadas en el respaldo de los asientos de ellos que, finalmente, no pegaron un ojo en todo el viaje.
Casi amanece en Madrid cuando aterrizan y, luego de los trámites de rigor, se dirigen a tomar el vehículo alquilado que los acompañará por siete días. Se encontraron entonces con que el vehículo asignado era un Fiat 500, en una versión lanzada en el año 2007. Un chiche tecnológico. El único detalle es que su baúl es más que exiguo y solo cabe una de las dos valijas que portan Gustavo y Mariana. Paciencia, se dicen: la de Mariana, la más grande y femenina, viajará en el asiento trasero del vehículo. Gustavo piensa, sin decirlo, que una valija de mujer justifica sus dimensiones, y su peso, porque ella necesita un mayor número de prendas, amén de un secador de pelos, varios pares de zapatos con diferentes prestaciones, una depiladora eléctrica, y una serie de utensilios necesarios para mantenerse en forma aun en situación de viaje. Además, Mariana portaba un nécessaire de mano y de considerables proporciones. Gustavo advierte, y se lo comenta a su mujer, que con equipaje a la vista deberán tener precaución si se detienen por ahí; Mariana lo mira como diciendo, me parece que vos pensás que estamos en Argentina; y él le responde que descuidistas no faltan en ninguna parte.
Como no han dormido casi nada, deciden que la marcha de la primera jornada será breve: apenas 200 kilómetros para llegar a Salamanca (pasando por Ávila), donde pasearán un poco y harán noche. Apenas toman la autovía, a poco de haber dejado Barajas atrás, Mariana advierte un cartel que anuncia un desvío a El Escorial y dice que le gustaría visitarlo. Demasiado tarde, le dice su compañero, pasamos de largo. Pero la autovía enseguida les da una nueva oportunidad y anuncia que a 1000 metros hay un desvío al mentado monumento. Además, ella ya vio en el mapa que desde allí podrán conectar con Ávila y, por un camino interior y sin desvíos, llegar a Salamanca.
Enseguida estaban en El Escorial, esa mole rectangular. En una de las caras del edificio había un gran playón de estacionamiento. Estacionaron y, con la advertencia de que no podían dejar el auto sin vigilar, caminaron hacia una puerta lateral del edificio. Gustavo, con desconfianza, mientras se acercaban a la puerta, volvía cada vez la mirada hacia el vehículo, pero advirtió que en un ángulo del parqueadero había una persona con uniforme amarillo fluorescente; eso lo tranquilizó un poco, aunque el supuesto guardián estaba a más de 80 metros del auto.
Cuando llegaron a la puerta se encontraron con un par de empleados apostados, responsables del control de ingreso: les informaron que abrían a las 10 a.m. y que los billetes se compraban en la entrada principal, a la vuelta. Se miraron Mariana y Gustavo: No vamos a ingresar, dijo él; no dejaremos el auto solo con la valija a la vista. Sin embargo, acordaron caminar hasta el frente del edificio para echarle una mirada. Cuando llegaron a la esquina del monumento y, antes de perderlo, Gustavo volvió su vista al 500 que se mantenía solitario en el playón.
A poco más de 30 metros estaba la entrada principal y la taquilla. Preguntaron el precio, por saber: 5 €. Frente a la boletería descubrieron un generoso espacio de ventas de merchandising del museo; además, vendían una serie de productos regionales, primorosamente empaquetados para regalar. A Mariana se le ocurrió que era la oportunidad para comprarle un presente a tía Irma, a quien visitarían a la vuelta del periplo peninsular y que los alojaría en Madrid. Enseguida acordaron que no le comprarían un souvenir a 15 kilómetros de su casa; ya habría oportunidad en Lisboa y sería más adecuado.
Es posible que no demoraran más de tres minutos en todo el trámite. Volvieron sobre sus pasos, doblaron en la esquina y, para tranquilidad de Gustavo, recuperaron la visión del 500, que ahora tenía un vehículo estacionado a su lado. Por una razón difícil de encontrar, enseguida él apuró el paso tratando de acortar los 150 metros que lo separaban del automóvil; y pronto advirtió que entre los dos autos había dos personas y aceleró más el paso, y alcanzó a ver que la compuerta del baúl del 500 estaba abierta, tanto como las puertas y el baúl del vehículo que estaba al lado.
Una fracción de segundo, lo que demora una imagen en ingresar al ojo y en ser procesada en el cerebro para producir una información, eso fue lo que le tomó a Gustavo entender la situación y, sin decirle palabra a Mariana, emprendió una súbita y vertiginosa carrera hacia el estacionamiento. Como un campeón o un desquiciado, traspuso los casi de 100 metros que los separaban del 500 en poco más de 10 segundos: a medida que se acercaba al auto comprendía más y mejor lo que ocurría y estaba dispuesto a evitarlo.
El auto estacionado a la par del 500 era un Peugeot 307; los ocupantes eran ladrones y habían vaciado el baúl del vehículo de ellos: la valija y la mochila de él, y el nécessaire de ella; con la valija de Mariana no pudieron o no habían tenido tiempo de sacarla del asiento trasero.
Al verlo llegar a la carrera, uno de los ladrones se subió al volante y el otro cerró las puertas y el baúl del 307. Gustavo se les vino encima y el conductor no dudó en encender el auto y acelerar. Frenó a medio metro y volvió a acelerar y a frenar: Gustavo, fuera de sí, no se movió del paso y en una tercera aceleración el auto no se detuvo y, quien sabe cómo, la víctima se zambulló sobre el capó del vehículo que tomó la calle y salió acelerado hacia una de las salidas del monumento. Gustavo iba firmemente agarrado del desagüe del parabrisas, con el cuerpo aplastado como un murciélago; enseguida, el conductor clavó los frenos, pero el hombre se acható más en el capó, arrancó una escobilla limpiaparabrisas y le propinó inútiles golpes al cristal del vehículo mientras profería insultos al ladrón y miraba su cara blanca y sus ojos celestes que no trasmitían furia sino desconcierto; arrancó de nuevo el 307, zigzagueando y clavando los frenos alternativamente, tratando de hacer caer a Gustavo que, en cambio, parecía pegado al vehículo.
A todo esto, Mariana, que había quedado atrás, alcanzó a ver la escena a la distancia y no podía creer lo que estaba ocurriendo y enmudeció por unos instantes; y luego comenzó a pedir ayuda a los gritos: la playa estaba casi desierta, estaban apenas dos personas: el cuidador del parqueadero y el cómplice que, con disimulo y sin ser advertido, se fue alejando del lugar del hecho. El cuidador advirtió que algo pasaba y se vino al trote hacia donde estaba la mujer desesperada.
Mientras, a pocos metros, el 307 bajó sensiblemente la velocidad porque venía una suerte de breve túnel que pasa por debajo de un edificio, y a través de una estrecha calzada comunica el monumento con San Lorenzo de El Escorial, al oeste. Al salir del túnel, Gustavo advirtió que su situación era mala pero que sería peor: a sus espaldas, a menos de 100 metros, la calzada conectaba con algo que parecía una carretera que, luego lo supo, llevaba a Ávila.
El conductor aceleró y Gustavo se agazapó y se tomó con más fuerza. A los pocos metros el conductor clavó los frenos y sus ojos claros se encontraron con los de él, apenas separados por el cristal del parabrisas del 307; enseguida el ladrón detuvo el motor del vehículo, abrió la puerta y emprendió una torpe carrera en el sentido de la marcha. Gustavo comprendió enseguida lo que ocurría: un camión recolector de residuos venía de frente y se había detenido en sus faenas ocupando casi toda la calzada; el damnificado, sorprendido, se bajó del capó y emprendió una carrera para alcanzar a su victimario, que era sesentón y corría con torpeza. Gustavo promediaba los 40 y tenía una carga de adrenalina y una destreza que le aseguraban alcanzar al caco sin problemas… pero algo, quizá la presencia ausente de Mariana o la simple recuperación de la cordura, hicieron que abandonara el temerario impulso de perseguir a su agresor.
De inmediato, Gustavo abrió el baúl y encontró sus pertenecías: tomó su valija y su mochila; y el nécessaire de su compañera; había también una cartera de mujer que no les pertenecía. No alcanzó a girar que ya advirtió los gritos de su esposa que venía, entre sollozos y lágrimas, corriendo delante del supuesto guardián del estacionamiento. Mariana y Gustavo se fundieron en un abrazo de esos que solo se ven en algunas películas norteamericanas. Mientras Gustavo consolaba a su mujer y le decía que estaba bien y que no había pasado nada y ella, que no podía parar su llanto, espasmódico, que lo abrazaba y le tocaba la cara como queriendo asegurarse de que estuviera vivo, el guardián del estacionamiento les decía que llamaría a la policía.
Cuando estaban en eso, el cómplice, que pasó desapercibido para todos, cerró el baúl del 307, se subió, arrancó y se perdió a toda velocidad. Sin tiempo para reacciones de ningún tipo, el guardián se acercó a la pareja y les dijo que tenía en la línea de su móvil a la policía y que le pedían hablar con la víctima.
Gustavo se pone al teléfono y le preguntan si está herido; no, responde; y le han robado algo; no, lo impedí, contesta. El policía le pide que describa a los moros; ¡¿los moros?!, pregunta él; sí, responde el policía: moros o ecuatorianos; pero uno era de tez muy blanca, protesta Gustavo; rumano de seguro, contesta el policía y le dice que si quiere hacer una denuncia debería que llegarse hasta Madrid. Gustavo agradece e informa que los malhechores se conducían en un Peugeot 307, gris claro, muy nuevo y que la placa terminaba en BBD.
Retomaron el viaje de inmediato. Pasaron de largo Ávila y fueron kilómetros y kilómetros sin decirse palabra rumbo a Salamanca. Cuando llegaron a la ciudad universitaria y mientras buscaban un hotel para pasar la noche, Mariana le dijo que no estaba dispuesta a que nadie se interpusiera y les arruinara el viaje que tanto soñaron. Gustavo no dijo nada, pero estaba de acuerdo.
De la serie: Pubelicación [furor turístico]
Sobre la serie Pubelicación [furor turístico]
Un libro de relatos que venía escribiendo desde hace bastante tiempo, y que pensé como una suerte de "diario de viajes", se fue convirtiendo en otra cosa a partir del encuentro con su potencial editor. Esa otra cosa lleva ahora el nombre de uno de los relatos, Vivir en la foto de otro, y es una novela o, como dirían los especialistas, una nouvelle, palabra francesa que significa "novela corta" y también "noticia". El encuentro con el editor de Caballo negro, Alejo Carbonell fue decisivo para lo que se lee en el libro, sensiblemente mejorado gracias a su ojo y mano experto/a.
Para compensar a los posibles adquirientes del libro por su brevedad y pensando qué hacer con lo que quedó afuera, vino a mi socorro una invención de Lacan, un neologismo que tomo prestado: poubellication, condensación de poubelle [basurero] y publication. De allí proviene, traducido, Pubelicación [furor turístico] una serie de notas de viajes (reales o imaginarios) que se siguen escribiendo y que encuentran ahora la hospitalidad de Tierra media.
Nació en Córdoba, Argentina, en 1962. Trabaja como profesor en el Centro de Estudios Avanzados y en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba. Ha publicado las siguientes novelas breves: Cuesta Colorada (2022), Vivir en la foto de otro (2019), La intimidad de Juan (2009), El heredero (2008), Bonino, actor de mi propia obra (2003), que fue representada bajo el título Esdrújula, palabras para Bonino con dirección de Jorge Villegas. Además, es coautor con Kuroki Murúa de No te olvides que es mi vida (bionarración, 2015); y de los libros de ensayo Vicisitudes del ensayo y la crítica (2007) y Daniel Moyano. El enredo del lenguaje en el relato: una poética en la ficción (2002); y del libro de cuentos Después de la noche (1993). Coordinó la edición crítico-genética de Tres golpes de timbal de Daniel Moyano para la Colección Archivos.
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