El rescate de Marcial Eguía
Mi padre dijo que alguien quería alquilarnos el galpón.
- Al parecer, necesita un espacio para extender sus huesos...
A mi me quedó la intriga: ¿extender sus huesos?
Días después, volviendo de la escuela, vi a dos hombres bajando una caja rectangular de un wagon. Los hombres ingresaron a casa, en dirección al galpón. Uno de levita los dirigía. Los hombres repitieron la operación hasta vaciar el wagon y se fueron. El de levita se quedó un rato más. El de levita era Marcial Eguía.
Marcial volvió al día siguiente, a la hora de la siesta. A través de la ventana de la cocina vi la puerta del galpón entreabierta. Me moría de ganas de ir pero mi madre me había dicho que no lo fastidiara. La oportunidad llegó días después, cuando me mandó al galpón con una taza de café.
Cerca del umbral había un esqueleto enorme, desplegado sobre una lona oscura. Atrás, sentado ante un escritorio de hierro, estaba Marcial, dibujando un hueso.
- Mi madre le manda este café – dije.
Marcial me señaló un sector del escritorio.
- Dejalo por acá – dijo.
Lo dejé.
- Decile a tu madre que muchas gracias - agregó.
Yo me quedé mirando el esqueleto. Al final le pregunté si era un esqueleto.
- Mmjj - respondió, sin dejar de dibujar.
- Parece un montón de piedras…– arriesgué.
Marcial se sonrió.
- Efectivamente. Y casi que lo son….
No entendí qué quiso decir con casi que lo son.
- ¿De qué animal? – pregunté.
- De una variante de milodón.
- ¿Un milo qué?
- Un milodón, un perezoso que habitaba la Patagonia hace unos diez mil años.
*
Al día siguiente volví con otra taza de café. Marcial continuaba dibujando.
- Mi madre dice que la Biblia no dice nada de estos milodones… – deslicé, tímidamente desafiante.
- Ah, ¿no? - respondió sin dejar de dibujar.
- Dice que son pedazos de huesos con los que los hombres están armando esqueletos enormes…
Marcial alzó la cabeza con expresión maravillada.
- ¿Eso dice tu madre? Debe ser una persona muy inteligente, tu madre...
Y agregó:
- Pero la vida es muy anterior al momento en que la Biblia dice que comenzó la vida. Somos parte de algo que nos antecede y que continuará vaya a saber hasta cuándo, hasta dónde… Te voy a mostrar algo.
Marcial abrió un cajón del escritorio y sacó de entre los papeles un alhajero que contenía un fragmento de un esqueleto diminuto.
- Es un necrolestes – dijo con orgullo -, un ancestro de los topos que mi hermano Julio encontró en las barrancas de la Patagonia.
Marcial me fue señalando uno a uno los huesitos con sus respectivos nombres y al final me preguntó:
- ¿Cuántos años crees que tiene?
- No sé. ¿Diez mil?
- Más…
- ¿Veinte mil?
- Diecisiete millones…
- ¿Diecisiete millones de años? - exclamé, azorado. No concebía que hubiese transcurrido semejante cantidad de tiempo.
Marcial asintió, divertido.
- ¿En serio me dice?
- En serio te digo.
- ¿Y allá hay de estos animales?
- Había… Bueno, acá también. No tan antiguos como éstos, pero… ¿oíste hablar del periodista que encontró un gliptodonte en el patio de su casa?
Al día siguiente estaba excavando yo en el patio de la mía. Mi padre me ordenó parar. Marcial me explicó después que muy difícilmente podría encontrar un esqueleto de esa manera. La erosión había ido cubriendo los huesos de aquellos animales, sumergiéndolos en estratos cada vez más inferiores del olvido, pero visibles en las barrancas.
Marcial me enseñó muchas otras cosas. A apartar el sedimento de los huesos, a encontrar la correspondencia entre los mismos, a deducir la posición y las costumbres que podría haber tenido el animal al que pertenecían. El modo en que fueron las cosas tiene la última palabra, me repetía, y hay que encontrarlo si uno quiere avanzar en el conocimiento de lo que fuere.
¿Qué hacía Marcial en el galpón? Básicamente, escribir y dibujar. Llegaba después del almuerzo y se iba a eso de las cinco, a atender la librería que tenía en avenida de Mayo. Cuando no andaba apremiado por las publicaciones, hablábamos de todo. Del mega museo que tenía proyectado, del plesiosaurio vivo que su hermano había visto en la cordillera, de los restos humanos que demostrarían que el hombre era originario de las pampas.
- Ya casi nadie cree en esto. Pero Julio encontró un hueso de toxodon que tenía incrustado un artefacto de piedra que no puede haber sido hecho por alguien que no sea humano…. Todo es cuestión de tiempo.
Yo me moría de ganas de ir a la Patagonia. Cierta vez que Marcial se quejó de que Julio no estaba siendo claro con las estratigrafías de los huesos (unos centímetros entre dos estratos pueden significar una diferencia de millones de años), yo me propuse para reemplazarlo. Marcial se rio y me dijo:
- Tener el ojo familiarizado con los huesos no siempre alcanza para distinguirlos en las barrancas… Y eso es solo el comienzo del trabajo. Luego hay que extraerlos de la piedra, una tarea dura y complicada. Y después hay que trasladarlos al puerto, embalarlos, subirlos a los barcos... No es cosa sencilla.
Ya me estaba desmoralizando, cuando deslizó:
- Ahora, si él está dispuesto a enseñarte…
Acababa de obtener el permiso de mi padre para embarcarme en el Villarino (saldría en los primeros días de enero de 1902 hacia Puerto Santa Cruz, donde me esperaría Julio), cuando la mujer de Marcial se apareció por el galpón con la noticia de que debían desalojar la casa. ¿Qué había ocurrido? Para responder esta pregunta, tendría que hablar primero del pasado de Marcial.
Marcial había comenzado haciendo excavaciones para Antoine Laffite, en las barrancas de Luján. Al francés le cayó bien su temperamento, su forma de trabajar y el enfoque que iba desarrollando del asunto. Lo alentó a armar sus colecciones, a profundizar sus conocimientos, a iniciarse en la investigación.
El hallazgo del necrolestes y de otras especies extrañas pusieron al descubierto un mundo insospechado para la paleontología. Eminencias como Lydekker y Osborn dijeron que sus trabajos constituían el aporte más importante del siglo para el conocimiento de los mamíferos en general.
Los museos y casas de ciencias naturales se disputaban sus fósiles. Marcial fue elevando los precios hasta pedir cifras exorbitantes, las que, no obstante, le eran consentidas.
Y un día, inexplicablemente, dejó de venderlos. "Ya soy lo suficientemente rico como para desistir de ganar dinero", dijo. Después dejó de mostrarlos. Se convirtió en un rara avis, alguien que publicaba sus descubrimientos pero no permitía que los constataran. La ciencia necesitaba dirimir qué de verdad había en todo eso. ¿Pretendía Marcial erigir una paleontología paralela? ¿Estaba ficcionalizando?
El carro de la paleontología continuó su camino sin él. La estructura que había montado para sostener sus investigaciones le fue consumiendo todos los bienes y un día tuvo que desalojar su casa.
Marcial llevó sus pertenencias al galpón (pude constatar entonces la dimensión de su patrimonio paleontológico) y se alojó en el Hotel Europa, del que regresó a los dos días, solo y devastado.
- No tengo un centavo y mi mujer se fue… - me dijo -. Tendré que venderles los huesos a esos hijos de puta…
A mí esto último no me pareció tan grave. Estaba por preguntarle quiénes eran los hijos de puta y por qué lo eran, cuando una luz diurna, inexplicable, invadió la penumbra del galpón. Salimos al patio: un galeón inmenso, iluminado a giorno, flotaba en el aire de la noche con todas las velas desplegadas…
- ¡Caleuche…! – exclamó Marcial, estupefacto.
Yo me restregué los ojos. Alguien de la nave lanzó una escalerilla que rodó hasta casi tocar el suelo.
- Suba - ordenó una voz.
- ¿Me dice a mí? - preguntó Marcial.
- Sí, a usted.
- ¿Pero Caleuche no es la nave de los náufragos?
- Sí. Por eso mismo.
Mi madre me impidió seguirlo.
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Comentarios:
- Mario Saieg: Excelente a su indiscutible talento e imaginación, Altamira suma su cuidadoso y afilado trabajo.
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