El piloto del escuadrón 164
Para Juana
El punto creció en el cielo hasta alcanzar la forma de un biplano. La nave ingresó en la sombra que proyectaban los acantilados y aterrizó, deteniéndose cerca del barco enterrado.
Los bañistas corrieron hacia él, un avión anaranjado de dos plazas, como los que empleaba el Barón Rojo durante la primera guerra mundial. El piloto se incorporó tomándose de los costados de la cabina, se quitó las antiparras de aviador de fantástico circo acuático - sus bigotes a lo Martín Caparrós, su larga chaqueta de cuero, su breech y botas -, saltó a la arena y ayudó a bajarse a su perro, que ladraba impaciente en la cabina destinada al pasajero.
Uno de los bañistas le propuso merendar en la hostería del lugar. El aviador pareció no escucharlo, absorto como estaba en las ráfagas de arena que corrían al ras de la playa, acribillando los tobillos todavía húmedos de los que regresaban del mar. Pero aceptó.
El piloto permaneció en la hostería hasta principios de febrero, cuando el declinar de la presencia humana comenzó a poner tristes las cosas, doliente el paisaje. Se mudó a Viedma. Por las noches podías encontrarlo en el bar de los espectros, de Edurne Iribarne.
Antonio Alcoriza, el hijo del dueño del transporte de pasajeros que cubría el trayecto Viedma – Patagones, lo observaba dibujando filetes en las servilletas y quiso saber cómo había aprendido.
- Me enseñó un mecánico de la RAF – respondió el aviador.
- ¿De la RAF? ¿La fuerza aérea inglesa?
- Ajá.
- Yo tenía entendido que el filete era un invento argentino…
- Es que el mecánico era argentino.
- ¿Argentino? ¿Y cómo fue que llegó a ser mecánico de la RAF?
- Porque se había alistado como voluntario. Durante la segunda guerra mundial…
- ¿Durante la segunda guerra mundial? ¿Como voluntario?
- Sí. Era hijo de ingleses. Como yo.
Y agregó:
- Muchos hijos de ingleses nos alistamos.
- ¿Usted también?
- Fui piloto de caza en el escuadrón 164, donde lo conocí.
Antonio creyó estar hablando con un fabulador de poca monta. Al día siguiente el aviador trajo unas fotos en las que se lo veía parado sobre el ala de un Spitfire, en la cabina y despegando; también trajo un escudo del escuadrón 164, en el que se leían las palabras Argentine British Squadron y Firmes Volamos, escritas en castellano, y una condecoración, la cruz de vuelo distinguido, otorgada por el gobierno británico.
El padre de Antonio contrató al piloto para que le fileteara los colectivos. Después lo hicieron los camioneros, los carreros y hasta los lancheros de la costanera del Río Negro. Por lo que Maynard, tal el nombre del aviador, terminó radicándose en Viedma.
A comienzos del verano siguiente, recibió la visita de su nieta Clara, una muchachita bien dispuesta y deseosa de volar en el biplano. Pero Maynard, por alguna extraña razón, evitaba ir a La Boca, que era adonde había abandonado al avión.
Desanimada por las postergaciones, la chica le comunicó un día que se volvía para Bahía Blanca.
- No te vayas…- le susurró Maynard, avergonzado de su desconsideración.
Y agregó:
- Mañana iremos a volar. ¿Te parece?
A Clara se le iluminó el rostro.
Al día siguiente fueron a La Boca con Alcoriza, ya que necesitaban de alguien que hiciera girar la hélice. El avión continuaba en la playa, asimilado por el devenir planetario. Lucía incólume, gallardo, intacta su fe en que su dueño regresaría para volarlo. El caso es que estuvieron un buen rato hasta hacerlo arrancar.
El biplano carreteó entre los gritos y aplausos de los bañistas, y alzó vuelo, alborotando a los loros que anidaban en los acantilados. Sobrevolaron la soledad interminable de Playa Bonita (el pasado sin el hombre, viviendo), el hedor de los lobos marinos los alcanzó al pasar por Punta Bermeja y continuaron hacia el sur, siguiendo la línea de la playa.
Cerca de Bahía Creek, se adentraron en el mar, siguiendo a un albatros de ceja negra que se deslizaba por los toboganes invisibles del aire, a veces rozando la superficie del agua con la punta de las alas, siempre a gran velocidad.
Maynard se dio cuenta que, de continuar mar adentro, no les alcanzaría el combustible para regresar, por lo que pegó la vuelta. Aterrizaron en La Boca. Clara se bajó exultante y abrazó a su abuelo y lo cubrió de besos.
En los días siguientes, persiguieron avestruces a campo traviesa, pasaron por debajo del puente ferroviario que une Viedma con Patagones, sobrevolaron los kayacs de los palistas que cubrían la última etapa de la regata del Río Negro, todo ello matizado con loops, giros, lanzamientos en picada y algún que otro tirabuzón.
La muchachita fue conminada por sus padres a regresar. Maynard, desconsolado, continuó volando para paliar su ausencia, pero los recuerdos con Clara permanecían hasta en el aire.
Una noche soñó que el biplano despegaba de la playa y aterrizaba en el patio de su casa. El ruido del motor lo despertó. Maynard se asomó a la ventana de su pieza, y vio el avión en la claridad y a su perro, ladrándole.
- ¿Qué hacés acá? – le preguntó.
- Tenemos que buscar a Clara - le respondió el biplano -. Vamos, subite.
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