El nombre infinito
Gabriel Abalos
Dios acercó su boca a mi oído y dejó caer una palabra en el laberinto. Supe que esa palabra era su nombre. No sé qué podía yo hacer con ese nombre. Ni si ese sonido era una entrega o una revelación, o si la voz solo volvía a recordarme algo que yo había sabido. Tal vez se tratase de un acto repetido y olvidado. Un sueño reiterativo. Por último, ni siquiera sé si yo olvidaba la palabra, o si mi oído era sordo, como un órgano desconectado. Y sí, se trataba de un sueño, allí donde todas las probabilidades podían ocurrir a la vez.
Después de haber aliviado la conciencia en el oído de un hombre dormido, para dejar al menos un indicio de su radicación aquí, entre nosotros, Dios subió los escalones de un cadalso doméstico que él mismo había armado. Se detuvo en la plataforma improvisada, se puso la soga alrededor del cuello y ciñó el nudo. Recortado al medio de los tablones que sostenían sus pies, había un rectángulo enorme y vacío, destinado a que su cuerpo se arrojase de pie para pender atado a la soga, inerte tras el estertor final. En ese mismo momento, una niña, una hija aparecida de pronto, no se sabe de dónde, trepó por los escalones y se echó a sus pies, aferrándose a sus pantorrillas, gritando ¡Papá!¡Papá!
Unas lágrimas intentaron no formar un torrente al surgir de los ojos de Dios quien, mordiéndose el labio inferior, luchaba por librarse de los bracitos de su hija que gritaba, y forcejearon un momento. La niña se había puesto de pie y, al dar un paso hacia atrás, su cuerpecito pareció detenerse un momento al borde del rectángulo vacío que finalmente lo recibió junto a su grito aterrorizado y cayó y el grito se interrumpió en seco. Los ojos enormes y acuosos de Dios eran círculos de espanto y desesperación y sus manos tendidas hacia adelante iban tanteando entre el llanto el abismo.
Entonces desperté y vi a Maynard a punto de suicidarse, trepado a un banco alto, con una soga anudada a su cuello, y el otro extremo atado al perno que una vez fijó un aparato de gimnasia. Las piernas casi daban el impulso final cuando corrí hasta él y logré abortar su plan, sosteniéndolo con un hombro mientras trataba de quitarle la soga por encima de la cabeza. No se resistió, y luego caímos ambos al suelo. Me incorporé y lo ayudé a levantarse. Conservaba la cabeza gacha y se dejó conducir hasta un sillón, donde lo hice sentar para que se recompusiera y reflexionara. Allí permaneció, tapándose el rostro con las manos. Allí estuvo, preso de la melancolía, hasta que los días y las noches, las vigilias y los sueños se pusieron también secos y melancólicos. Era como si el semblante del patriarca se hubiese contagiado a todo a su alrededor.
De pronto, cierta tarde empezamos a ir hacia atrás. Transcurrimos hasta el verano anterior, luego hacia la primavera, luego hacia el invierno y llegamos incluso hasta el otoño anterior. Y yo, en el largo transcurso, me encontraba con sueños pasados, incluido aquel sueño de Dios soplándome su nombre, y ahí descubrí, en esa versión anterior a la que llegaba por segunda vez desde el futuro, que Dios era igual a Maynard. No sé cuánto duró ese retorno a sueños ya ocurridos, pero sé que pude adaptarme a ese orden del tiempo. Creo que uno se adapta a todo. Me cuesta admitir que incluso fue una época feliz, mientras Maynard se iba recuperando, siempre silencioso desde aquel día del cual nos alejábamos. Su señal de mejora, de vuelta a la vida, fue hacerse cargo de todas las tareas de la casa, poniendo una energía que parecía una devoción un tanto excesiva. Tal vez enferma. Pero resultaba muy útil. Me dejaba pensar en los sueños. Hubo sueños que había olvidado y que se presentaban con algo de dejá vu. Y empezó, en orden inverso, una serie recurrente de la que creía haberme librado, pero allí estaba, esperándome. No siempre era exactamente igual, pero había en los sueños de esa serie, invariablemente, una escena capaz de detener el tiempo, marchitar la sana o incauta alegría, o directamente abrir bajo los pies los infiernos de la fe. En él se veía a Dios, muy parecido a Maynard, con ropa de conductor de colectivos de larga distancia, sentado al volante, el motor encendido, a punto de emprender el viaje. Una iluminación mágica le pincelaba el rostro. Dios cerraba los ojos un momento y entonces se santiguaba con la mano derecha, con auténtica devoción. Luego echaba a andar el vehículo. A partir de ese gesto -que solo yo veía- todo parecía sumirse en una desesperada destrucción que uno, inútilmente, sentía la urgencia visceral de evitar. Pero a quién le rezaba Dios, o Maynard. Hasta ahora, oculto de mi recuerdo, sin nadie que lo practicase, o lo pronunciase, no había caído yo en que ese era el nombre que Dios vertió en mi oído y que allí permaneció guardado, actuando por sí mismo como una semilla que germinase en la vigilia, mientras el resto de mí dormía. El nombre de Dios lo revelaba en su ser de burócrata, un hombre gris con los hombros vencidos que ya no soportaban sus días iguales e iba y se persignaba, y todo parecía girar, como esos expedientes que vuelven a foja cero, para recomenzar la ronda perpetua de los sellos. En esa parte del sueño, cuando un diario mostraba un título en su portada, entre signos de pregunta: "¿A quién le reza Dios?", expresando un clamor de desengaño incluso en quien soñaba, era cuando yo temía despertar y descubrir que en realidad no se trataba de un sueño recurrente. El colectivo ya corría en la noche de la ruta.
Siempre arriba del padre había un enigma: ¿Qué sabía él de la vida, joven como era cuando nacimos? ¿O solo parecía saberlo? ¿Qué sabemos nosotros? Encima de un padre el enigma es otro padre, a su vez, con su enigma. Buscamos entender un sinsentido. Y ahí se terminaba, hasta la anterior vez, lo que era el sueño.
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Comentarios:
- Alfredo Lemon: Muy bien escrito. Atrae el relato al que se le nota el rigor de su pulimento. Gracias!
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