El hacedor de Círculos

10.07.2024

Especial para Tierra Media

Guillermo L. Bawden

No parecía una buena idea vacacionar juntos, estábamos en medio de una discusión sobre si tener hijos o no, que nos había llevado a un cuestionamiento general de la relación. Con todo, allí estábamos los dos, para compartir con el mundo esa neurosis colectiva que llamamos temporada estival.

Le propuse Carlos Paz porque sabía que ella quería ver a la gente de la televisión, actores, modelos, bailarines, estrellas. Aunque siempre reniega en público del espectáculo mediático, sé que le gustan esos programas de la tarde llenos de panelistas que discuten con seriedad sentenciosa sobre la vida de las celebridades. Le sugerí entonces Carlos Paz, que era como meterse en el ojo de la tormenta de ese placer culposo que ella tenía por ese mundo de purpurina y coreografías sin demasiado que ofrecer. Lo hice además porque quería intentar salvar lo nuestro, ofrecer un armisticio, una tregua y si era necesario lo haría acompañándola en la experiencia de ver a nuestros famosos haciendo su acto de verano. Alquilamos una casa en las afueras. Tenía una pileta circular, y una galería cerrada con un ventanal desde el que se podía ver el lago. Apenas llegamos y después de acomodar la ropa y algunas cosas más, yo me fui al parque. Ella se quedó dentro de la casa. Por un par de horas no la vi, así que supuse que se había acostado. Salí de la pileta y cuando entré en la casa, la vi en la mesada de la cocina, miraba hacia fuera y sostenía un vaso de jugo de arándanos, rojo, tan rojo que parecía brillar como una gema en la semi oscuridad de la habitación. El sol había bajado ya, prendí las luces, pero ella me pidió que las apagara. Le dije que teníamos entradas para el show de baile que le gustaba. Me miró e intentó una sonrisa de agradecimiento por la sorpresa. Tenía el vaso de jugo sobre el vientre y lo movía suavemente. Lo interpreté como una señal, como un guiño a la lujuria que habíamos perdido y me acerqué a ella. Me besó y no rechazó las caricias pero se escabulló rápidamente, dejó el vaso sobre la mesada y me dijo que iba a bañarse y preparase para la noche.

Unas horas después, sentados en una mesa de un bar, en la vereda de la avenida principal de la villa, mirábamos pasar a la gente como en una cinta de aeropuerto, una muchedumbre apretujada y dando pasitos de geisha, uno tras otro, amontonados. El mozo emergía del río de gente de piel enrojecida y ojos cansados, una y otra vez. Pensé que nunca íbamos a poder comer o que el mozo jamás podría cruzar esa corriente de personas llevando las órdenes a cada mesa. Sin embargo, y con una espera para nada fuera de lo común, teníamos en la mesa nuestros platos. Intenté varias veces comenzar una charla pero ella me contestaba con monosílabos, así que después de unos pocos intentos me callé y comí en silencio. La gente nos empujaba, tocaba la mesa, incluso algunos se apoyaban en espera de que el río se pusiera en marcha nuevamente. Había un televisor grande, colgado sobre la entrada al bar que transmitía un partido, me distraje viéndolo y terminé mi comida casi sin darme cuenta. Pensé intentar en hablar con ella nuevamente, pero me quedé mirando mi plato un rato largo, atrapado en los dibujos que el jugo de la carne que acabo de comer, dibujaba al mezclarse con el aceite de la ensalada. Los círculos, dije en voz alta. Ella me miró. Los círculos, repetí, están en todos lados, ¿o no? Ella me miró, pero no dijo nada. Recordé entonces el día en que mi primo me enseñó a hacer sapitos en el mismo lago que ahora se esconde en la oscuridad a unos metros de nuestra mesa. Recordé ese juego de círculos cada vez más grandes que nacían en la superficie del agua cuando la piedra picaba para seguir su salto. Círculos, dije, están en todos lados. Ella miraba la calle, tal vez miraba a otro hombre, tal vez vio un rostro entre la multitud que la atrajo, tal vez solo miraba las ruedas de los autos, casi inmóviles, moviéndose en dirección contraria a la corriente de transeúntes, pero a su misma y exasperante velocidad. Los círculos, en todos lados, los círculos. Mi mente me trajo esa escena —¿de Quo vadis?, ¿de Ben Hur? —donde Pilatos le dice a Cristo, hacedor de círculos. A mí no me molesta lo que digas tú, nazareno en medio de ese círculo, lo único que me importa es cuán grande es su circunferencia, termina diciéndole el romano, práctico como buen imperialista.

Volví a mirarla, entusiasmado le comenté lo de los círculos, le conté lo de Pilatos. Ella intentó atenderme, dedicarme un momento. Le agradecí el gesto y por eso la liberé al instante de mi charla redonda y le dije que teníamos que irnos al teatro, que no sabíamos cuánto tardaríamos en llegar con todo ese gentío en la calle. Llegar a la esquina nos costó más de quince minutos. Ella iba delante, yo había puesto mi mano en la cintura para que la corriente no nos separara. No dijo nada, pero sentí como todo su cuerpo me pedía que sacase la mano de su cintura, era como una vibración, como una orden indiscutible lanzada sin palabras. La solté y metí mi mano en el bolsillo delantero del pantalón, para cambiar de lado la billetera. Mis dedos tocaron un filo. Sin tener una conciencia real del por qué, me había guardado el cuchillo del bar.

Los círculos, la forma perfecta, el símbolo de la divinidad, la serpiente egipcia que mordiéndose la cola ejemplifican el tiempo y el espacio. Los círculos, en todos lados, los círculos. Recuerdo otra cosa, Arquímedes murió mientras dibujaba un círculo en el arenero de su patio, pero eso aquí, en medio de una marea estival de humanos de vacaciones, no le importa a nadie. Saqué el cuchillo, la abracé, deteniéndola. Ella giró su cabeza hacia atrás, sorprendida, y me preguntó que pasaba. Te amo, le dije, siempre te voy a amar. Su expresión no decía nada, pero no rechazó el beso. La miré a los ojos mientras el cuchillo se hundía en su estómago, la blusa blanca se tiño de rojo, rápidamente y yo recordé ese jugo que sostenía sobre su vientre esa misma tarde. Intenté no dañarla más de lo necesario cuando extraje el cuchillo. Ella cayó al suelo mirándome a los ojos mientras casi inmediatamente un circulo comenzó a formarse a su alrededor, un circulo perfecto en el que los ojos curiosos eran equidistantes a la herida desde donde la sangre se escapaba en un delta rojo, para desembocar en un charco espeso que se formaba bajo su cuerpo. Seguí caminando, el círculo formado en torno a ella, comprimió aún más a la multitud que parecía ser un organismo que respiraba inflándose intermitentemente y a espacios regulares. El movimiento brusco de la masa que ocasioné en la fabricación del círculo, me dejó frente a frente con un hombre que, con mirada bovina, intentaba dilucidar qué ocurría en el círculo formado unos metros más adelante. Hundí el cuchillo en su camisa verde y aprovechando el empuje de la multitud acompañé su caída con el hombro, dejándolo caer tan suavemente como pude. Un nuevo círculo se formó. Allí fue cuando cerré los ojos y pude verme desde arriba, pude ver que era el punto primordial extendido en el plano, que podía cerrarme sobre mi mismo, ser la cúpula, la bóveda que limitaba el cielo y la tierra. Fue allí cuando con la mano húmeda de sangre supe que fui el hombre que dibujo Miguel Ángel acostado sobre un círculo, extendiendo sus brazos para alcanzar lo divino.

Faltaba poco para salir de ese atroz infierno de anónimas cabezas moviéndose acompasadas al ritmo de la masa, faltaba poco para eludir esa obligación masiva de divertirse, de disfrutar el sol y el calor, faltaba sólo un círculo más. Una mujer me empujó e inmediatamente posó su mano en mi antebrazo apretándolo suavemente en un gesto que es un pedido de disculpas. Dudé un momento, debo confesarlo. Pero sólo faltaba un círculo, faltaba esa gota negra con el punto blanco que iba a llenar el impoluto balde de nuestra naturaleza dual. No era mi objetivo personal, lo hacía por todos, así que hundí el cuchillo por tercera vez. El tercer círculo estaba completo. Pude ver, unos metros más allá, como la multitud estaba más dispersa, incluso vi gente que dialogaba usando sus brazos para ejemplificar o afirmar lo que decían. Caminé hacia allí, donde había espacio, dónde había aire entre los círculos, dónde éramos diagramas que no se chocaban. Subí la calle, miré hacia arriba, con la cabeza en alto en un intento de respirar la parte más fresca de la brisa, la avenida estaba a sólo a unos metros. Pensé en las ruinas circulares de piedra en medio de la campiña inglesa y en la pileta de la casa que habíamos alquilado. Caminé tranquilo, tenía una hora larga hasta la casa, al menos eso decía el círculo del tiempo que llevaba en mi muñeca.




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