El extraño caso de las primas en la bañera
Especial para Tierra Media
Guillermo Bawden
Ahora que lo pienso, mientras intento responderte, lo que pasó esa tarde tiene mucho que ver con la decisión de irme del país. Te parecerá una cobardía. Te lo concedo. Emigrar fue, siempre, un escape fútil. Me di cuenta tarde, moverse no borra las impresiones de lo que viví ese día y los años que le siguieron. Voy a tratar de contarte lo que sentí, que no alcanza para definir un terror insoportable, pero que es permanente, indeleble, similar a un trauma de guerra que se queda pegado al pensamiento como una sanguijuela o algún bicho. Odio los bichos, los odio después de esa tarde en el departamentito de barrio Güemes.
Era julio y me tocaba la feria. El juzgado no tenía retrasos considerables y las instrucciones y causas, al menos las importantes estaban encaminadas. Me gustaba tener todo en orden y sin dilaciones burocráticas. Lo logré hasta el diecisiete de julio de 1989. Lo tengo marcado con fibrón rojo en mi agenda. Como si supiera que iba a venir, las notas las tomé con lapicera roja. Aquí y allá, preguntas, signo de preguntas entre paréntesis a cada dato anotado. Me llamaron a las nueve y no tardé más de media hora en llegar. Me hice servir el café en un vasito térmico y salí en el auto para llegar a tiempo. Cuando iba a entrar al departamento, un policía en la puerta me aconsejó que no entre con la bebida. Lo miré extrañado y no hice caso. Entré al comedor y me recibió el comisario Gálvez con una seña. Estaba parado en medio de una reunión en círculo de policías forenses con caras cansadas y entre mezcla de asco, incertidumbre y ansiedad. El comisario me contó casi en tono de informe judicial que habían llegado a las ocho, después de recibir el día anterior múltiples denuncias por el olor nauseabundo que salía del departamento 2, que en efecto el olor era insoportable, ahora algo alivianado por la apertura de ventanas y puertas, que tocaron reiteradas veces, timbre y golpes, que no respondió nadie y, que antes de abrir a la fuerza, la vecina del departamento 1, a su vez propietaria del complejo, les facilitó la llave. Tal vez mi cara de es otro caso más de muerte por asfixia, hizo que Gálvez me detuviera del brazo y hablara en tono más personal. Están en la bañera, dos mujeres, parecen muertas hace por lo menos un mes. Horrible, agregó. Me pareció una exageración, Gálvez tenía veinte años de policía y no hablaba así, nunca adjetivó una escena de crimen ni antes ni después. Te diría que no entré al baño preparado, pero la verdad es que nada me podría haber preparado para eso. En la bañera había dos mujeres, una a cada punta, con los brazos caídos hacia fuera, se descomponían en una sopa oscura, mezcla de fluidos y bichos. Miles de bichos, gusanos, moscas, lombrices. Salí rápido, vomité en la entrada del departamento. Nadie me miró ni se extrañó. Es el quinto que vomita, Doctor. Me dijo el policía que me había prevenido no entrar con el café.
Me recompuse en el auto. Gálvez se acercó al rato. Son dos primas, la mayor Silvia Alarcón, de treinta y cuatro años y Miriam Desirée Castro, de diecinueve. Me acaba de decir el forense que presentan una descomposición de dos semanas. Y ese es un problemazo, doctor. Lo miré como para que siga y se quedó ahí, entrecerrando los ojos. Hable Gálvez, le dije y tuve que repetirlo para que empezara a contarme. La dueña del depto que es, a su vez, vecina del 1, dice que el viernes, Silvia le pagó el alquiler como a las ocho, ocho y media de la noche. Fue con su prima porque le pidieron usar el teléfono para pedir un médico para la más chica, que tenía fiebre alta. Hoy es lunes y el forense dice que tienen al menos, dos semanas de muertas. Es imposible.
Pasé dos días pensando que la dueña del dpto. se había confundido, que no tenía noción del tiempo y en vez del catorce de julio, les había prestado el teléfono a las primas dos semanas antes. Pero no sólo no estaba confundida. Había mucha información que dejaba en claro que Silvia y Miriam estaban vivas el viernes catorce. El médico al que llamaron, el doctor Arnoldo Bresciani, fue al departamento de Silvia el mismo día a las veintitrés, recetó antibióticos para Miriam y se retiró veinte minutos después. No vio nada extraño, no olió a gas ni sintió que algo anduviera mal. Dijo que las chicas trabajaban en confeccionar cotillón para un casamiento y que Miriam le decía que no quería acostarse porque tenían que entregar todo el sábado a la tarde. Silvia fue a comprar los antibióticos a una farmacia a nueve cuadras del departamento. El farmacéutico se acordaba de ella. Muy linda mujer, decía una y otra vez en la declaración, como si le pareciera injusto que no existiera más. Aportó además el libro de ventas. La compra se hizo a las doce y media del sábado. El blíster estaba sobre la mesa de luz del dormitorio. Faltaban dos pastillas. No encontramos nada que dijera que el cotillón había sido entregado o no. Recorrimos los salones de fiesta que tuvieron casamientos ese sábado hasta que dimos con el matrimonio que encargó a Silvia y Miriam el trabajo. No las habían visto. Les pagaron una semana antes del catorce. El dueño del salón no recordaba quién había dejado el cotillón. Era una mujer, pero no pudo reconocer a ninguna de las primas en las fotos.
Silvia tenía un novio, Raúl Manrique. Trabajaba de guardia nocturno en el zoológico y se veían cuando él tenía franco. Los lunes y martes generalmente. Ese fin de semana, estaba trabajando, tenía las firmas de entrada y salida, sus dos compañeros testificaron que estuvieron todo el turno juntos. Había visto a su novia el viernes catorce y como ella tenía el trabajo de cotillón, acordaron verse el lunes a la tarde. Parecía verdaderamente afectado, hacía esfuerzos para no llorar durante la indagatoria, tomaba aire para responder sin quebrarse y respondía con seguridad y sin dudas. Sumado a que tenía pruebas de haber estado en el trabajo ese viernes y sábado, había pasado el domingo en Capilla del Monte con amigos, quienes confirmaron también su ubicación. Nada, no tenía nada para arrancar la investigación. Algo estaba mal. Gálvez venía al despacho y repasaba sus dudas conmigo, hablaba despacio, me miraba como esperando que yo lo saque de ese pantano febril de pensamientos y entraba en un silencio incómodo cuando se daba cuenta de que ni yo ni nadie tenía respuestas. Esperemos la autopsia, le dije el miércoles, para calmarlo. Tenía la ilusa esperanza que fuera un escape de gas y que todo se encaminara rápido. Ilusa, dije. Estúpida esperanza, aplica mejor. La autopsia nos pateó en la cara. No habían muerto asfixiadas, ni ahorcadas, no tenían marcas de armas blancas, ni de fuego. Tampoco se habían drogado o tomado alcohol. No habían comido en un período de diez horas antes de morir. Los antibióticos, del que faltaban dos pastillas en el blíster, no estaban ni en el estómago de Silvia ni en el de Miriam. Un dato más, la autopsia confirmaba que llevaban de dos a tres semanas de muertas al momento de encontrar los cuerpos. La evidencia más clara de eso, era el agua con fluidos y fauna cadavérica que sólo aparece en ese período de tiempo. Los bichos. Pasaron uno, dos, tres meses. A Manrique, el novio de Silvia lo tuvimos de aquí para allá, Gálvez insistía en que de alguna manera estaba involucrado. Manrique colaboraba, respondía una y otra vez sin pisarse, sin errores, las preguntas que le repetíamos hasta lo extenuante. A los tres meses, en el aniversario del descubrimiento de los cuerpos, en un intento de ver las cosas de otra manera, decidí ir al departamento. Todavía tenía custodia policial. Llegué, con las llaves que tenía en el juzgado, hice que el policía rompiera la faja y abrí la puerta. Le dije que me esperara y empecé a recorrer el departamento que conocía de memoria de tanto ver las fotos del expediente, miles de veces. Tardé un momento en sentirlo, te juro que sentí una puntada en la espalda cuando el olor me llegó de plano. Era imposible, otra cosa imposible más. Corrí al baño, encendí la luz y tuve un ataque de terror como jamás tendré de nuevo, ni cuando venga la muerte de frente. La bañadera, lavada el mismo día en que se descubrieron los cuerpos estaba llena de esa sopa infecta de gusanos blancos que caían rebalsando y reptaban en el suelo. Me di cuenta de que estaba gritando cuando el policía de guardia me tocó el hombro y vi su cara que mixturaba el asco y el mismo horror que yo tenía.
Hice ir a siete plomeros, a diez forenses, a mil biólogos, todas las pericias negaron la posibilidad de que esos bichos sobrevivieran tres meses en la cañería y rellenaran de nuevo la bañadera. Nunca dejé de soñar, desde ese día, que despertaba ahí mismo, semi sumergido en esa fauna de muerte y descomposición.
Pasó un año, dos, diez. No hubo avances hasta que Gálvez descubrió, mirando televisión en su casa, que el veneno de una serpiente africana, la mamba negra, produce una descomposición velocísima de los tejidos de sus presas. Dos días parecen dos semanas. Todo encajaba, Manrique, el novio de Silvia trabajaba en el zoo, había un serpentario allí y tenían una mamba negra. Me pidió una orden de arresto para el novio de Silvia. La firmé y salí al serpentario con la sensación de al fin resolver el caso y sacarme de cuajo esos sueños, volver a vivir, en definitiva. Fue casi el último golpe a los nervios de un comisario a punto de jubilarse y de un juez cansado y trastornado por la muerte de dos primas una década atrás. Pero Gálvez la pagó peor. Los encargados del serpentario me dijeron que era imposible que alguien sin entrenamiento tomara a la mamba y le extrajera el veneno. Veneno que por otra parte no se almacenaba allí. Salí y me fui al domicilio de Manrique, Gálvez estaba ahí, apoyado en el capot de un patrullero. No está, me dijo apenas me vio. No estaba, no estuvo, ni está. Nunca nadie volvió a ver a Manrique. Salvo, tal vez, Gálvez, al que encontraron en una casa abandonada cerca de Canals un año después. Apenas se jubiló empezó una caza de aquel esquivo novio por todo el país. Una caza de la que me tenía informado semana a semana. Aunque te parezca fantástico, el ex comisario Gálvez, estaba muerto en una bañadera rota, sucia, sin uso. Después de eso, a mi sueño de despertar sumergido en la sopa aceitosa y putrefacta, se le suma Gálvez que me mira muerto desde el lado opuesto y me patea bajo el líquido oscuro y viscoso mientras grita: ¡Búscalo carajo, búscalo!
Córdoba, 1977. Fue editor de la revista universitaria de humor Le Primitive Diplomatique desde 2002 hasta 2005. Formó parte del grupo editorial Llanto de Mudo, junto a Diego Cortés, y dirigió las colecciones Bonzo y Extraviado. También integró el consejo editor de PALP. Revista de Géneros. Actualmente es parte del grupo de trabajo del encuentro de literatura negra Córdoba Mata. Desde 2012 está a cargo del Espacio de Poesía de la Feria del Libro de Córdoba. Co conduce el programa No es Lo que parece en Rock and Pop, actualmente en Radio Pulxo 95.1. Escribe mensualmente la columna Días Contados de La Voz del Interior. En 2021 condujo la docuserie "Las fuerzas magnéticas" sobre la literatura en Córdoba.
Editó los siguientes libros: Historia de Roma. Historia de la lluvia. Marlboro Vox. Grimorio del Búho. Paris Jornal. Cuando mueran los peces. El sepulturero y Letra muerta.
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