El álgebra de la necesidad
Guillermo Bawden
Mi nombre es Guillermo Leandro Bawden y soy adicto. La droga que ha tomado mi experiencia, que se miente como mi esencia absoluta es el conglomerado de tabaco, nicotina, cianuro y otras bellezas, enrolladas en el glorioso papel manufacturado junto a varios productos químicos que ingresan en mí como una estampida azulada y salen después de dejar su mueca de muerte subatómica en otra estampida azul que, expulsada al exterior como si fuera un Eolo devastado, va creando sus propias nubes de tormenta.
Mi droga es legal, su accionar destructivo es lento y mas allá de la tos y el olor que se porta, no provoca una conducta reprochable por la sociedad, no hay andar tambaleante, ojos perdidos, vómitos, reuniones clandestinas en plazas o bares. Soy adicto porque fumo, o más bien estoy siendo fumado por mi mejor amigo, Marlboro 20. No estoy hablando de fumar mucho un sábado, o pasarse de la etiqueta diaria. Estoy hablando de fumar. A ver, mejor lo explico con ayuda de otros bebés tóxicos. Bill Hicks, por ejemplo, en sus rutinas preguntaba a su audiencia quién fumaba y solía agarrar a un fumador de punto.
—¿Cuánto fumas por día? —preguntaba.
—Un paquete —respondía el tipo.
—Bien señores, acá tenemos a la mariquita de la noche. (Risas) Eso no es fumar amigo, yo gasto un encendedor al día —cerraba Bill.
Podrá parecer, y no niego que así lo sea, que este escrito es una celebración, una loa, una gloria al cigarrillo. No es tan así, quiero contarles cosas poco felices que hace un fumador, o que padece un fumador. Primero, quien esté decidido, deberá olvidarse del sueño regular y continuo de al menos seis horas. Nunca son más de cuatro, la noche está cortada por accesos de tos, falta de aire, ahogos, gargantas cerradas, dolor en la mandíbula y otras pequeñas delicias. Segundo, El Mono, síndrome de abstinencia a la nicotina, es uno de los más poderosos en la toxicología en general. No se habla tanto de él porque al ser el cigarrillo de venta libre, la abstinencia puede solventarse rápidamente. Sin embargo, cuando los factores económicos juegan una mala pasada, uno suele cometer un acto que revela la adicción de forma irrefutable. Si no hay dinero ni amigos, conocidos o almas dadivosas que conviden tabaco, el fumador suele salir a la calle en busca de colillas y restos de pisoteados de cigarrillos. La dignidad se queda en los bolsillos vacíos y cualquier repulsión a llevarse a la boca cosas que están en el suelo, que estuvieron en otras bocas, desaparece en un soplo. Sin cigarrillos, uno recorre las calles, reconoce la posibilidad de encontrar algún pucho semi fumado, busca en las paradas de colectivos esos cigarrillos tirados cuando llega el bus, odia a los desalmados que los tiran casi enteros en los charcos de agua o en las corrientes mínimas que se encajonan contra los cordones. En todo ese trayecto, la mirada busca el suelo, los hombros se van hacia adelante y la espalda se posiciona un tanto recta para mantener el equilibrio y seguir dando una sensación de dignidad que no existe. Al fin se materializa la sentencia de Burroughs, en la adicción no es la sustancia la que se vende al adicto, es el adicto el producto vendido a la sustancia. Sos una cosa buscando "la" cosa.
Primera Escena
Un escritor, poeta para más datos, Antonio Colinas para ser exactos, apura un cigarrillo mirando la calle distraídamente. Ve doblar por la esquina a un amigo que ha perdido su habitual aplomo y se acerca como un carro viejo destartalándose a gran velocidad. El amigo de Colinas se sienta en la mesa del poeta, sin saludarlo saca un cigarrillo del paquete de este que lo mira desorientado, es que ese hombre que se acaba de sentar hace veinte años que no fuma. Colinas se lo recuerda y obtiene como respuesta del otro en medio de una orgía entre el humo azul, el cigarro y los dientes:
—Y esos veinte años han sido un infierno.
Digámoslo de una vez, no todo el que fuma es un fumador como no todo el que come es obeso. Todos los fumadores sabemos que lo que tenemos entre los labios es una bala lenta, una capitulación disfrazada, igual de tóxica que otros estimulantes de SNC. William Burroughs decía que la adicción era el hecho central a combatir pero sólo después de conocerla y transitarla con la mente en pleno proceso de aprendizaje, ya que quita salud pero provee una especie de estoicismo celular que hará del adicto un verdadero iluminado, un Buda en volutas de humo meditando en el asfalto y el neón de la ciudad. Tal vez suene muy arrogante o a una excusa estudiada para seguir fumando sin recibir consejos o pedidos de cuidado. Tal vez. En realidad, es simple, no hay un día en que uno, al menos uno de los cigarrillos se queme sin unos minutos de introspección. Esa acción no puede más que romper o forzar al menos los hilos de la tan contemporánea necesidad de estar conectado, al frente, al aire, en vivo y en directo las veinticuatro horas. Claro que no es gratis, la garganta se seca, los dientes allá al fondo de la boca sueltan una amargura que gana sobre toda la sensación de sabor posible. No hay aire, una escalera es un triatlón, una cuesta te convierte en un Sísifo jadeando la condena de los dioses.
Segunda Escena:
Un irlandés, agente del IRA, visita Berlín a fines de 1943 en plena guerra, para dar una conferencia sobre Joyce, Berlín aún está intacto. Ian Devlin, el irlandés en cuestión, es contactado por el coronel Radl, segundo de W. Canaris, jefe de la inteligencia militar del Ejército alemán y uno de los pocos que se atreve a decir en público que Hitler está loco. Devlin escucha la propuesta, que de tan simple y descabellada, parece posible. Un comando de paracaidistas alemanes asesinará a Winston Churchill. El irlandés pide un cigarro y el coronel Radl le entrega uno de sus cigarrillos rusos, a los que se hizo afecto en el frente oriental. Después de la primera seca y cinco minutos de tos, el irlandés pregunta que tiene dentro "el petardo bolchevique". —Nada, —responde el coronel, —está sin tratar, es puro tabaco. Tabaco malo. Lo único que te mantiene vivo en el frío de la estepa. El irlandés ríe. Da otra seca y vuelve a toser, otros cinco minutos. El coronel Radl es fusilado al terminar la misión que obviamente fracasa. Se le concede un cigarrillo final que éste fuma mirando al pelotón. Se debe haber reído, después de esos petardos rojos, la bala no debe haber dolido mucho.
Como los campos bombardeados en la guerra, mi cama es un campo de batalla en el que se ven aquí y allá los cráteres provocados por la artillería de los cigarrillos fumados en estado de vigilia. Soy la prueba viviente de que los colchones no se incendian, que las sabanas se queman poco, como ese viejo mapa de la presentación de Bonanza. El humo que apenas se levanta sirve para despertarte, para ponerse de pie y con la velocidad de los bomberos apagar el pequeño incendio de las telas. También la ropa se quema, los dedos, el cuerpo. Mi torso parece el torso de un niño maltratado por un padrastro infernal o un sobreviviente a un interrogatorio de un capitán con aspiraciones sádicas. El pelo chamuscado, los labios secos y apenas quemados, cicatrices de marinero en el Pequod de la tos y las gargantas ajadas. Y no sólo el cuerpo, la economía personal se resiente, la de cualquier adicto se resiente al caer en el juego del vicio. Se agregan cargas impositivas soportadas por tus pulmones, no por las mega corporaciones tabacaleras, todo un tema aparte que se prestaría a hacernos sentir aún más agobiados por no poder dejar nuestros cilindros cancerígenos de lado.
Soy Guillermo Leandro Bawden y soy adicto. Hace unos meses, a las vivencias del adicto se sumaron los primeros cuadros irrefutables del achaque en la salud. Se cruzan de nuevo todos los rostros que me miran con cara seria pero cariñosa mientras me piden, sugieren, aconsejan que deje de fumar, que el daño a este nivel es mucho, cerca de lo irreversible. A esos los entiendo, aprecio el gesto y el verdadero interés.
Tercera Escena
Frank Sinatra termina de cantar Summer wind en Barcelona. Hace una seña al backstage, una mujer se acerca con un vaso de whisky. Frank lo toma, bebe un sorbo largo, mira el vaso, se acerca el micrófono a la boca y dice:
—Este es, el único amigo que nunca me ha fallado. Se llama, Jack Daniels.
Yo podría decir lo mismo del Marlboro, lo mismo.
Soy Guillermo Leandro Bawden y soy adicto. Antes de decirme algo, pensá esto, pensá en la potencia que tiene esto que te voy a contar. Un ochenta y cinco por ciento de los condenados a muerte en cualquier lugar del mundo, atravesando culturas, experiencias, idas y vueltas, elije como último deseo, un cigarrillo. La mierda, hay algo ahí.
Claro, lo voy a dejar, lo tengo que dejar, tengo muchas cosas que quiero hacer y necesito tiempo, no quiero morirme en una calle levantando la mano hacia un cielo que siempre creí vacío, buscando aire y redención. Pero pensá, pensá de nuevo lo que te acabo de contar, no está tan mal matarse de a poco, a bocanadas.
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