Editorial Enero 2025
¿Hasta dónde llega una lámpara voladora?
La nuestra sigue viaje, la lucecita puede titilar (es parte del show), envuelta en la cabina de papel y feliz de elevarse sin medida, sin pensar y sin saber. La lámpara entregada a los fenómenos termodinámicos y al antojo de los vientos, es una semilla y su viaje no es menos exacto que un diseño de la naturaleza. Caerá donde deba caer, y allí, con suerte, germinará. Todo es posible en este sueño. Se ven pasar luces, corchos, intenciones, hasta perros que huyen de la explosión e incluso un alma inesperada a la que saludamos y nos saluda hasta que se ha esfumado. Es tiempo de subir la cuesta, la cuesta que se llama así por lo que cuesta subirla. Pero no es tiempo de reclamos sino de retomar las rutinas que siempre han sostenido al mundo, tal cual es, tan inconfiablemente humano. Subir, pues, y visitar las casas y las esquinas (todo eso cabe en una lámpara voladora) y pregonar las historias que llevamos en el morral. Está la bailarina que, en una plaza, cultiva música y danza folklórica comunitarias. La cuestión de la cultura popular aún machaca junto a los profetas del tango del siglo XX en la conciencia contemporánea. Al fin y al cabo, mientras haya clases sociales habrá clases de culturas. Aparecen noticias sobre jóvenes bandas que están llegando, y vienen para definirnos. Se visitan relatos donde los sueños dominan nuestros días y noches, donde el arte de los rabdomantes es sometido a juicio por su propia precisión; donde un viaje intergaláctico puede, asimismo, caber en la cabeza de una niña astronauta, tal como todo esto lo contiene la lámpara voladora. Y también se describe el exceso de belleza de una diosa terrenal que visita un pueblo más bien chato para su luz. Una escritora reescribe miles de páginas sobre vidas de grandes mujeres con las que ha encontrado una comunión espiritual y un renacimiento. Un niño no quería que aprender a hablar le robase sensaciones sin nombre, y cuando grande fue un filósofo del lenguaje, se apellidaba Wittgenstein. Un editor de Buenos Aires viene a presentar su catálogo de poetas locales y recala en la casi roja zona sanvicentina. Y va un mensaje, entre mensajes, de que no está bueno olvidar a una gloria argentina del tenis femenino que no tenía abolengo, pero sí pueblo. Y otro, este sobre la necesidad de repensar las nociones de talento y creatividad como limitativas para las personas discapacitadas. Luego seguir con la apostilla que muestra pruebas de que ha habido generaciones de garroneros en esta misma ciudad. Y enterarse enseguida de que los griegos nos llevaron además la delantera en eso de ser dañinos y capaces de morir abrazados al daño, con tal de ser recordados. Y hay una reflexión sobre el momento en el que el padre y el hijo saben ambos que los roles han comenzado a invertirse. Se oye leer sobre lo inalcanzable, sobre lo imaginado, sobre lo poético.
Todo eso y no solo eso, dejando su estela, allá va la semilla de amorosa lucidez, de angulosa belleza, de esperanzas en brote: sigue buscando la buena tierra.
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