Don Gaspar

06.06.2024

Alejandro González Dago

Para los expertos de Memoria sin Fronteras resultaba imprescindible conocer los hábitos y las costumbres que tuvo la gente de aquella ciudad para conocer en profundidad qué fue lo que los llevó a despertar la maldición maldita. De allí que priorizaran estudiar el comportamiento de los habitantes del lugar.

Empezaron por don Desahuciado Gaspar Balmaceda, un viejo hecho de malas decisiones que caminaba pesado, era guarango y mal agestado. Y como caminaba mirando al suelo, veía la vida de refilón con ojos achinados típico del desconfiado. Tal vez por eso también había sobrevivido a los tiempos y a las personas del lugar.

Portador en carne viva de un rencor a perpetuidad hacia su padre por haberle puesto Desahuciado como nombre porque deseaba que su mujer pariera una mujercita, no figuraba en ningún lado, era anónimo, ni siquiera en el Padrón Electoral había datos de él, y eso lo hacía único, mal que les pesara a los vecinos de aquella ciudad.

Al viejo mal llevado le gustaba caminar por las sombras mirando al suelo sin hacer ruido y haber sido el primer iconoclasta que se conoció en el bajo de la ciudad.

Este asunto acarreó algunas confusiones entre vecinos que durante muchos años tomaron por costumbre caminar por las sombras mirando al suelo sin hacer ruido sólo para parecérsele porque creyeron que iconoclasta era un título nobiliario y que con ese título obtendrían algún crédito sin devolución, un plan social, o un subsidio del gobierno.

Desahuciado Gaspar Balmaceda vivía en una inmensa casa sin ventanas, con impenetrables muros altos llovidos por racimos de glicinas y tapizados con carteles callejeros de chapa y carteles nomencladores de tránsito de color verde fluorescente.

Eran tan bellas y perfumadas las glicinas que caían en forma de racimo, que la gente en vez de la Casa de los Carteles le llamaba La casa de las Glicinas.

Entre los muchos carteles clavados en el muro, había uno que se destacaba a simple vista por ser un poco más grande que los otros, porque estaba escrito a mano alzada con trazo suave de pincel, porque tenía varios carteles más pequeños en su interior, pero sobre todo porque tenía unos filetes únicos imposible de ser descritos en su hermosura. La gente le llamaba El Cartel de las Dedicatorias de La Casa de las Glicinas. Y a un costado de El Cartel de las Dedicatorias había otros carteles con nombres de calles.

A los primeros treinta carteles los había clavado al muro el viejo mal llevado, pero a los otros doscientos y pico los había puesto la gente.

En el revoque de las ranuras que quedaban entre cartel y cartel, con pequeños clavos apenas más grandes que los clavos de zapatero, el viejo Desahuciado Gaspar Balmaceda había clavado cintas de colores con consignas a modo de mensajes secretos escritos con lapicera birome. El primero de una serie de escritos en cintitas amarillas de matelasse estaba firmado con seudónimo por un tal Anastasio el Pollo, mientras que en otros mensajes, en otras cintas, también de matelasse, pero de otros colores, había escritas otras consignas que no tenían autor.

Lo cromático de las cintas flameando al viento más el colorido de los carteles, asemejaban el lugar a la sede de una feria americana, o a una de trastos viejos, o a una kermesse de cosas inútiles que duran toda la vida, pero sobre todo a un divorcio de payasos justo el día de la repartija de bienes.

Uno de los carteles nomencladores de tránsito tenía una cruz roja y se leía: Silencio Hospital, y en otro cartel que no tenía ninguna referencia viva a la vista decía: Salida Cementerio 500 metros.

Bastante más herrumbrado que el resto, uno señalaba Paso a Nivel (por el paso del tren) y a su lado, otro, pero de color azul, indicaba Comienza Autopista.

Uno de pintura verde fluorescente que parecía haber sido puesto por el viejo para cubrir un lamparón de humedad en el muro, decía: Retorno por Colectora, y pegadito a ese, en otros dos carteles del mismo material, podía leerse: La Calera por Argüello y Portón de Piedra.

Otro, pero escrito con trazo grueso como de brocha gorda, decía: Qué le habrán hecho mis manos, qué le habrán hecho. Y además estaban los carteles de las calles Gato y Mancha, Bajada Pucará, Pasaje Aguaducho, y Rozas de Oquendo.

Separados por cintitas de color azul, había unos carteles caseros de menor tamaño pero mayor tenor: No insista, el que fiaba fue al banco a pedir un crédito, decía el primero. Orine en su casa no sea asqueroso como su madre, decía el segundo. El tercero decía: Habiendo bidet el establecimiento no se hace responsable por la falta de papel higiénico y en las paredes ni se le ocurra cochino de mierda. Un cuarto decía: No avives giles que después te sacan los ojos, y un quinto: ¿Y dónde estaba Dios aquella tarde?

A los caminantes que se detenían a leer los carteles les llamaba la atención El Cartel de las Dedicatorias porque los carteles más pequeños que tenía en su interior estaban fileteados con filetes de arrabal porteño como los que pintaban Salvador Venturo y Vicente Brunetti, que fueron los mejores filetes que en el siglo pasado se pintaron en las jardineras de los verduleros y los lecheros.

Eran tan bellos y distintivos esos filetes, que superaban la simple condición de adorno para convertirse en un blasón, ya que cualquier mortal que tuviera una jardinera con tamaño arte sólo podía vender mercadería de primera, es decir leche recién ordeñada o frutas y verduras de calidad porque los filetes también hablaban de la personalidad del vendedor; después de todo, en el fondo, lo mejor de la vida no deja de ser un filete.

Como todo el mundo sabe, mucho tiempo antes de que Gerardo Murillo, Diego Rivera, y David Alfaro Siqueiros pintaran sus históricos murales a principios del siglo pasado en aquel México que goteaba sangre, culpa de Porfirio Díaz, los filetes argentinos pintados en las jardineras de los verduleros fueron, tal vez, la primera expresión de arte popular y callejero en América. Eran una exposición en movimiento.

Y es probable que los grabados y las caricaturas que el gran José Guadalupe Posada realizó para el TGP en México, hayan sido la segunda.

Un buen filete en la jardinera era para un hombre como lucir un buen funyi en la milonga, o para una mujer un buen vestido en una fiesta.

En el interior de El Cartel de las Dedicatorias, había carteles más pequeños escritos a mano por alguien con buen pulso. Y en la parte superior de uno de esos carteles, debajo de un filete sombreado, estaba escrito: A la Ciudad de los Pasos Perdidos y los Grandes Secretos donde Nada es lo que Parece. Con una firma: Enrique González Tuñón, 7 de junio de 1942.

Debajo de esa dedicatoria a la ciudad, en uno de los carteles más pequeños, estaba el pensamiento de González Tuñón sobre la ciudad expresado el día que despidió los restos mortales de Deodoro Roca, uno de los padres de la Reforma Universitaria: "Ciudad de nichos con espectros feroces, de ventanas ciegas, de antiguos muertos de levita y retratos al óleo de los antiguos muertos de levita que todavía, más allá de las cenizas, consiguen opíparos nombramientos oficiales para sus descendientes; ciudad de marchitas vírgenes arrepentidas, arañas nocturnas hilando infamias, el cretino importante y las familias venidas a menos; con poetas que hablan de efebos rosados, con ruiseñores ciegos; del pequeño burgués, del filo fascista y del encapuchado, topo, rata huidiza, mosca verde. Negra ciénaga, vivo cangrejal oscuro, ciudad triste de toda tristeza: arañas, sudarios, telegramas del señor Ministro, subvenciones a campos de concentración, murciélagos y nidos de murciélagos".

La casa más las glicinas, los muros más los carteles, y las dedicatorias más el misterio, llevaron a los expertos de Memoria sin Fronteras a pensar que quien allí vivió no fue un vecino cualquiera sino alguien con probable información esencial sobre el origen de la maldición maldita que impedía ser feliz a la gente en aquella ciudad sin mar pero con notable bipolaridad, ya que había sido fundada barranca arriba pero desarrollada barranca abajo.

Esto especularon los expertos de la prestigiosa organización internacional que investigaban el origen de la maldita maldición que dominaba la vida de la gente.

Así como las paredes de su casa por fuera, estaba el viejo criollo por dentro. Y como era negado a responder cualquier saludo o pregunta, para cumplir con su parte del trato de convivencia pacífica con sus vecinos, don Gaspar Balmaceda emitía sonidos onomatopéyicos como los de las mulas: - ¡Muuuiiiiich!, le hacía el viejo a la gente como una manera de pedir permiso para pasar caminando por la vereda. Y la gente del bajo, que ya lo conocía, lo dejaba pasar. Algunos otros vecinos con aires recoletos y más bien reservados, estaban convencidos de que el viejo no era un ser humano sino un fantasma. Y según la ocasión, aparecía o desaparecía.

Recordaban que un día que la policía le pidió documentos, el viejo habló por primera vez y dijo que no tenía documentos porque él no era de allí: -Yo no soy de acá, dijo. Por eso pensaban que era un fantasma. Y como todo fantasma, era un alma en pena vagando extraviada en limbo ajeno. Por esa razón después que le permitían pasar por la vereda cuando les hacía ¡Muuuiiiiich! como las mulas, los vecinos en el bajo se protegían marcándose la señal de la cruz en silencio y orando entre dientes el poderoso antídoto contra las malditas maldiciones conocidas o por conocer, es decir un Dios te salve María, llena eres de gracia.

Cuando llegaban a la parte que dice Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús, salían corriendo espantados cada uno para su casa, por las dudas al escuchar Jesús el fantasma fuera dañino y reaccionara contra ellos.

Aunque le temían por su aspecto y decían que hasta podría ser el Chupacabras, los niños en edad de impunidad por cualquier crueldad también se burlaban y le gritaban: ¡Chau viejo de la bolsa!!!, mientras que la vecina mejor informada sobre los hábitos de la gente en el bajo, también decía que ese viejo era un fantasma de otro limbo.

Los manyines que se pasaban el día entero en el bar jugando al billar o a la loba daban por seguro que el viejo no era un fantasma. Muchos de ellos decían tener noticias de que era un sicario arrepentido que por haberse enamorado del Paliza Beltramino la noche que salió campeón, nunca terminó el trabajo y se le complicó la vida, ya que ni por amor un sicario debe dejar de cumplir un contrato, dijeron.

Y los manyines más veteranos, aquellos que por derechos adquiridos en interminables partidas de naipes estaban inventariados en el bar como bienes semovientes y siempre se sentaban en el mismo lugar, en la misma silla, y a la misma mesa, recordaban con detalles la noche que el Paliza Beltramino se consagró campeón de peso semi completo en una pelea inolvidable realizada en el estadio Federal de los Deportes de la ciudad que fue antecesor del colosal Superdomo Orfeo al que su dueño desguazó porque no ganaba dinero.

En el tercer round, apenas el árbitro le levantó la mano de campeón al Paliza Beltramino después que con un cross de izquierda noqueara a Kid Trompadón, sin importarle nada, desafiando la corriente, venciendo los prejuicios de aquellos tiempos, pero sobre todo a la maldita moralina y la hipocresía de la ciudad y su gente, Desahuciado Gaspar Balmaceda no quiso esconder más sus sentimientos, se trepó al cuadrilátero, y le comió la boca al campeón con un beso mojado, apasionado y desesperado, comparable sólo a un beso de andén de estación de tren.

Y como por aquel tiempo Balmaceda era el mago estrella de El Fabuloso Circo del Doctor Chalita donde no hacía simples jueguitos con un mazo de cartas ni sacaba palomas o conejos de la galera sino los más fantásticos actos de prestidigitación y de escapismo incluso superiores a los que hacía Houdini en los circos y Mandrake en las revistas, toda la ciudad se enteró de aquel beso apasionado entre el mago y el boxeador.

El Paliza Beltramino también cerró los ojos al besarlo y le dedicó el triunfo a él y no a su madre que estaba escuchando la pelea por radio. Esa misma noche, la cofradía Los Fieles de Misa de Once pidió que la pareja enamorada fuera excomulgada por comportamientos reñidos con la moral y las buenas costumbres, y hasta se hizo una misa en desagravio al boxeo.

¡Putos de mierda!, gritó un viejo pituco desde el ringside, y después, desde la popular, otros desaforados exaltados que comían praliné con la boca abierta gritaron lo mismo.

Algún tiempo después, se supo que el Paliza Beltramino había abandonado a Desahuciado Gaspar Balmaceda para empalomarse con un coronel. Pero dos años más tarde abandonó al coronel para irse al Madison Square Garden de New York con un panameño que era retador a la corona mundial de los welters y pegaba más fuerte que Pipino Cuevas. Era tal el poder de sus puños, que hasta era temido por el mismísimo Mano de piedra Durán, quien en las discusiones siempre le daba la razón y cuando lo veía por la calle se cruzaba de vereda.

Entonces el coronel, despechado, salió a buscar un sicario para darle su merecido al Paliza Beltramino porque por más campeón que fuera esas cosas no se hacen cuando un castrense está enamorado.

Nadie mejor que el propio Balmaceda para hacer el trabajo ya que a pesar del paso de los años continuaba despechado con Beltramino.

Algunos años después, en un baile de carnaval, cuando los hombres todavía no se peinaban con rodete ni se pintaban las uñas, apenas la mujer con la que bailaba en un lugar llamado El Parquecito se enteró de que Desahuciado Gaspar Balmaceda era gay y que tenía el oficio de matar por encargo, lo dejó plantado y se fue a otro baile de carnaval con una mascarita de otro barrio.

Mal en el amor con los hombres y mal en el amor con las mujeres, cuando sus días de confusión y libertinaje sexual empezaban a terminarse, se dijo que tanta bipolaridad y tantos abandonos amorosos convirtieron a don Gaspar Balmaceda en un solitario con el corazón atorado de odios por una pena de amor inclusivo. Personalmente, en El Cartel de las Dedicatorias, don Gaspar colgó un cartel dedicado al Paliza Beltramino: Qué le habrán hecho mis manos, qué le habrán hecho.

Los manyines del bajo habían visto al viejo Desahuciado Gaspar Balmaceda emborrachándose en soledad y calladita su boca. Y como es bien sabido por la gente de la noche que la del silencio es la peor de las borracheras, sólo por eso lo respetaban.

Otros vecinos también de coraje alcohólico, pero con más calabozos, tenían otra teoría. Decían que si el viejo no había sido aceptado por la gente en el bajo, no fue por su condición gay ni por aquella vieja historia de amor con el Paliza Beltramino sino porque estaba sospechado de ser buchón de la policía. Y como los buchones de la gorra siempre están debiendo favores por alguna deuda impaga o un vuelto de la merca, tal vez por esa razón el viejo caminaba en silencio por las sombras.

– Los buchones son alcahuetes de los verdugos, por eso hasta la infamia los detesta, comentó uno de los mozos del bar que más de una vez había visto a un manyín guapo tendido sobre una mesa llorando por una pena de amor.

Sin embargo, fue un anciano escritor de novelas de terror - retirado después de varios fracasos editoriales - quien vino a terminar con las dudas y los interrogantes.

Por encima de toda opinión de los vecinos, el fracasado novelista sostenía que de ninguna manera Desahuciado Gaspar Balmaceda podía ser un alma en pena, el portero de un burdel, o una sombra mal entrazada como el insípido Calixto Oviedo, un personaje de una de sus novelas nunca publicada porque no tenía un amigo que le escribiera el prólogo que no es otra cosa que unas líneas al comienzo del libro hablando bien del autor y de su novela, que para eso fueron inventados los prólogos.

Decía el escritor frustrado que, aunque ser portero de un burdel era lo peor que podía sucederle en la vida a un hombre, si la manera que tenía el viejo de defenderse de las burlas era guardando silencio, sin duda ese hombre tenía una gran sabiduría - Sólo el silencio tiene identidad suficiente para interpelar a la palabra, dijo el novelista, y aseguró que cuando un ser humano carga con la soledad, al final termina por hacerse amigo de sus propios fantasmas. Así es la soledad de los que arrastran su alma hecha hilachas en la parte de la vida que la luna se muda a vivir en su pelo: terminan tuteándose con cualquiera que su imaginación haga que exista como a veces hago yo, confesó el escritor, orgulloso de escribir en una Remington Stándar 10 y de mirar la vida desde atrás de las telarañas de los árboles con las solapas del sobretodo levantadas y las manos en los bolsillos.

Según su teoría, podrían haber sido los propios fantasmas del viejo quienes le aconsejaron que a veces es más prudente callar que recordar en voz alta, aunque a Desahuciado Gaspar Balmaceda de vez en cuando se le daba por conversar horas enteras con su propio cuerpo, pero con la mirada. Y como es sabido, cuando uno mira a su cuerpo y le habla, el cuerpo en silencio le responde.

A sus rodillas, por ejemplo, las miraba y les decía: - No dejen de articular mis piernas que todavía tengo mucho camino que recorrer. A sus codos les pedía que lo ayudaran a abrirse paso entre la gente. A sus manos las miraba con la admiración del que sabe que eran capaces de cualquier cosa, y a sus ojos ya cansados de no ver a su amado pugilista les hablaba sólo cuando llovía y la lluvia le pegaba en la cara, la mejor manera que tenía para disimular sus lágrimas.

El escritor fracasado decía que después de haber analizado al individuo en cuestión y de haber hurgado en sus sensaciones, estaba en condiciones de dar a conocer dos grandes malas noticias que a su vez eran la confirmación de por qué aquella era la ciudad de los pasos perdidos y los grandes secretos donde nada era lo que parecía.

La primera mala noticia era que el viejo de La Casa de las Glicinas era factor RH negativo. Y como por la zona todos eran 0 positivo, llegado el momento nadie podría contar con él.

Y la segunda mala noticia era que Desahuciado Gaspar Balmaceda no podía ser otro que el Fausto Criollo que había regresado por obra y gracia de aquel que se hacía llamar Anastasio el Pollo, pupilo a su vez de un tal Aniceto el Gallo.

Después de tanto amar sin ser correspondido, Fausto hizo un trato con el diablo. Le pidió poderes, riquezas, y conocimientos. A cambio de concederle todo eso, el diablo le pidió su alma. Y Fausto le se la vendió.

Ese Fausto criollo había regresado al bajo. Y como en las tinieblas, y en el más allá también, favor con favor se paga, ahora, para renovar aquel trato, el viejo Desahuciado Gaspar Balmaceda le estaba dando una mano a Mefistófeles albergándolo en La Casa de las Glicinas ya que Mefisto había regresado para supervisar ese trabajito que al viejo le había quedado pendiente de cuando era joven.

Ante tamaña diabólica realidad, los expertos de Memoria sin Fronteras se arriesgaron a pensar que Desahuciado Gaspar Balmaceda - el supuesto Fausto criollo - podría haber sido cómplice o responsable de las cosas extrañas que estaban sucediendo en aquella ciudad sin mar. Por más que hasta lo googlearon, los expertos no hallaron ninguna información que les permitiera conocer con certeza qué había hecho de su vida el viejo desde que el Paliza Beltramino lo dejó plantado, ni a qué se dedicaba ahora, o en qué año se había instalado a vivir en La Casa de las Glicinas. Y como su biografía no estaba en Wikipedia, tampoco pudieron hallar a alguien que le hubiera escuchado decir una sola palabra, por mudo o por mal llevado.

Con los únicos que el viejo se entendía a la perfección, era con los animales. Tenía una gran ascendencia sobre ellos. Y al igual que con su cuerpo, con ellos también se comunicaba con la mirada. Les decía cosas con sólo mirarlos. Sobre todo a los murciélagos, a quienes, como si dirigiera una sinfónica, con su mano derecha les indicaba el tiempo y el ritmo del vuelo. Y los murciélagos volaban en vuelo lento o en vuelo ligero según les marcara un adagio o un allegro.

En algunas calurosas tardes de verano miraba de reojo a los pájaros cantores, les hacía señas levantando las cejas como si tuviera el ancho de espada, y de inmediato los pájaros dejaban de cantar para que él pudiera dormir la siesta.

De allí que un sábado tranquilo y horizontal, uno de esos días en que por ausencia de todo sonido se podía escuchar cuando los pimpollos se abrían en flor, un premonitorio espanto por venir terminó por asustar a los pájaros que huyeron aturdidos de aquella ciudad que antes de su destrucción era bella de toda belleza, así como su gente.

Por eso a nadie se le ocurrió pensar que en un lugar así la gente pudiera haber atentado en su contra. Se dedujo entonces la secuencia: primero mataron a Dios, luego se mataron entre ellos.

Con el tiempo, a quienes llegaron después para recuperar los besos perdidos y los desencuentros, un virus llamado Covid 19 se les metió por la nariz o por la boca o por la conjuntiva de los ojos y los mató de a miles. Y los que sobrevivieron a esa pandemia nunca fueron los mismos y encima cayeron en la tristeza absoluta al enterarse que había muerto Maradona.

A Desahuciado Gaspar Balmaceda cualquier animal le obedecía sin chistar. Mientras más grande y feroz el animal más sumiso era con él. Por eso de todas las hipótesis de sobremesa, la más creíble era una dividida en dos partes. La primera parte decía que el viejo podría haber ordenado a los animales más feroces del zoológico que atacaran a la gente y eso habría generado pánico y la posterior tragedia.

Y la segunda parte, la más creíble, que además abonaba la primera, era aquella que un escribano tartamudo le había contado al cura del bajo a lo largo de todo un año bajo secreto de confesión:

- Por su dominio sobre las bestias, papadre, este señor Fausto Balmaceda tiene que haber sido un gran domador de lálátigo y sisilla. Con seguridad estuvo en algún cicirco internacional como el cicirco de Momoscú, de donde alguna vez se escaca se escapó enojado y sin debutar el gran Houdini porque Boboris, el trapecista del Gugulag, celoso por cuestiones de cacartel, del collar de una hiena feferoz y asesina había colgado la llallave del candado de la cacamisa de fuerza de la que tenía que zazafar el gran escapista en el acto cecentral.

"De tal humillación no se vuelve", dijeron los periódicos de la época en todo el mundo puesto que Boris, el magnífico trapecista del Gulag, probó que si algo no pudo hacer el gran Harry Houdini, el más grande ilusionista de todos los tiempos que cierta vez ante el público hizo desaparecer un elefante, fue escapar de las hienas y de los famosos trapecistas del Gulag.

Gracias a esta confesión se supo después que el escribano tartamudo no era escribano ni tartamudo sino un hombre con exceso de información y escasa paciencia para darla a conocer verbalmente de manera ordenada. Le decían escribano porque escribía grafitis en las paredes, y tartamudo porque hablaba tan rápido que chocaba las vocales con las consonantes y los silencios con la respiración. Además tenía Bruxismo. Y de vez en cuando le volvía la tos convulsa.

Por fin después de deliberar unas horas, se decidió que los expertos investigaran la vida de este hombre extraño por la presunción de que podían encontrar respuestas a sus preguntas. Y ese notable pálpito los llevó a la primera confirmación.

Aunque no fue útil para la ciencia ni para la memoria de Houdini, los expertos de Memoria sin Fronteras confirmaron que como una manera de apapacharlo sólo para que en otros barrios no se hablara mal del bajo, los vecinos no lo llamaban don Desahuciado sino don Gaspar, a secas.

De inmediato el equipo interdisciplinario de cinco expertos, bajo el lema "En esta ciudad nada es lo que parece", recibió la orden de ingresar a la casa de las glicinas para encontrar vida si la hubiere, registrar todo, y decomisar lo que fuera necesario para la investigación.

El equipo de Memoria Sin Fronteras estaba integrado por dos sacerdotes dominicos italianos - doctores en teología - que reportaban al Vaticano, un historiador español oriundo de Oviedo, capital de Asturias, egresado de la Universidad de Salamanca, y dos antropólogos argentinos: uno de Tierra del Fuego y otro nacido y criado a veinte cuadras del Puente Carretero de la ciudad de Santiago del Estero. Entre estos dos últimos se encontraba la joven experta que alguna vez buscó un padre para su hijo en un banco de espermas. Ella era la fueguina.

Aun cuando la puerta de entrada a la casa estaba entre dos notables carteles; uno que recordaba Pague en término, evite recargos, y el otro que decía: Gestión Agapito Herrera, los expertos prefirieron trepar por las paredes para sacarle provecho al factor sorpresa y por las dudas porque nunca se sabe, ya que allí nada era lo que parecía.

Apenas se asomaron por la medianera, descubrieron que en medio del terreno de la vivienda, equidistante de los muros, había un viejo tranvía que era la verdadera casa donde vivía don Gaspar ya que el resto eran sólo paredes y carteles amontonados.

La sorpresa fue absoluta. Nadie en el barrio pudo recordar en qué momento don Gaspar había llevado el tranvía a ese lugar ni cuándo fue que lo rodeó de muros para que nadie supiera de su existencia. Y menos todavía cuándo fue que plantó las glicinas.

Los memoriosos dijeron que tal vez ese tranvía había sido llevado allí años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, en aquel tiempo en que el mundo inventaba maravillas y los japoneses las achicaban maravillosamente.

Además, estaban seguros de que ese tranvía era de la Línea 1 cuyo recorrido iba desde un cementerio llamado San Jerónimo - en un barrio llamado Alberdi - hasta Plaza Lavalle, que estaba en la otra punta de la ciudad dentro de un barrio llamado San Vicente.

A unos pasos de esa plaza terminaban su recorrido los tranvías. Y a los galpones donde los guardaban hasta el otro día los cuidaba un sereno que todas las noches se emborrachaba con Prittyau mientras se fumaba unos buenos charutos que le regalaban tres muchachones de por ahí cerca.

Cuando el sereno se quedaba dormido, fumado, y borracho, los muchachones - que en realidad eran policías sin uniforme para no ser tan explícitos al delinquir - le robaban las llaves del depósito y cargaban lo que después les vendían a los gitanos. Por eso no se descartó que los gitanos le vendieron el tranvía a don Gaspar al comprobar que los pasamanos de la formación ferroviaria no eran de oro sino de bronce.

Ya de pie sobre el techo del tranvía, los expertos de Memoria sin Fronteras miraron para todos lados buscando algún habitante. Caminaron por el techo esquivando trastos inservibles, hasta que por fin llegaron a un tanque de agua que goteaba culpa del flotante herrumbrado. Desde allí, con una soga de alpinista, les resultó fácil descender. Y apenas encontraron la puerta de ingreso a la vivienda - que en realidad era la puerta del tranvía por donde ascendían los pasajeros - la forzaron y entraron con cuidado.

El gruñir amenazante de unas bestias que se adivinaban de gran tamaño recibió a los expertos, a quienes se les heló la sangre. Entonces el antropólogo santiagueño, que era el más temerario de todos los expertos de la comitiva, avanzó unos pasos hacia la cabina del Motorman donde estaban los animales y los vio. Eran tres soberbios perros de raza Ovejero Alemán de gran tamaño que parecían lobos esteparios con sus ojos fuera de órbita y una ferocidad pocas veces vista. Sus largos y desprolijos pelambres convertidos en lana apelmazada como las rastas del Rastafari hacían más tumberas y temibles sus figuras hasta asemejarlos con predadores mitológicos adiestrados para exterminar todo otro animal.

Por el tamaño de sus colmillos y la espuma en la boca, no quedaban dudas de la ferocidad de las bestias que custodiaban la cabina del Motorman en cuyo interior había tres uniformes militares maltrechos, sucios, y con manchas de sangre.

Eran uniformes de combate de la infantería de marina de la República Argentina a cuyos militares se los conoce como Bichos Verdes. En cada hombro de los uniformes había una pequeña bandera argentina, y, debajo, un estampado donde se leía: ARA Base Naval Puerto Belgrano. Cada chaqueta, además, conservaba la forma humana del torso de los soldados.

La primera chaqueta había pertenecido al conscripto Carlos del Greco, la otra a Raúl Andicochea, y la tercera a Carlos Silva.

- ¡No se muevan, no hablen, y no hagan gestos! dijo el antropólogo santiagueño después de intuir de quiénes eran esas chaquetas custodiadas con ferocidad por los tres perros. Entonces un tufo a orín y a bosta de animal mezclado con flatulencias humanas invadió el tranvía.

Con nerviosismo y desorientación, los expertos se buscaron con la mirada asumiendo que podría ser el final para ellos porque allí nada parecía normal, aunque sí definitivo.

Me cago en la mierda, pero qué coño es esto, dijo el historiador español presintiendo lo peor. Entonces uno de los curas teólogos italianos, mostrándoles las palmas de sus manos a los animales, con firmeza dio la orden:

- ¡Vade retro daemonium!, dijo.

- ¡Vade retro daemonium!, repitió.

Al comprobar que las bestias no se calmaban y seguían ladrando y mostrando los dientes, comenzó a orar el Padre Nuestro en latín, que es el idioma en que los sacerdotes exorcistas rezan ante la presencia de una entidad diabólica:

- Pater noster qui es un caelis,
sanctificetur nomen tuum,
adveniat regnum tuum,
fiat voluntas tua,
sicut in caelo et in terra.

Al escuchar que alguien hablaba, los animales reaccionaron de manera feroz. Por instinto de supervivencia entonces, los expertos se cubrieron el rostro y la cabeza esperando el ataque final. Ahí fue cuando el español dijo otra vez: - ¡¡¡Fuera mierdaaaa. Retrocede maldito!!!. ¡Vete al carajo, coño!

Y el italiano:

- ¡Vade retro daemonium!

- ¡VADE RETRO DAEMONIUM!

En el preciso momento que un furioso relámpago terminó con la única esperanza de sobrevivir, al pastor irlandés se le dio por acompañar a su colega italiano con la fuerza de la oración, pero en su idioma:

Our Father that you are in heaven,
hallowed be thy name,
thy kingdom come to us,
thy will be done as well on earth as in heaven and forgive
our debts just as we forgive our debtors, and do not let us fal
l into temptation, but deliver us from all evil, love

Fue peor. Apenas los animales escucharon el idioma inglés se enfurecieron más. Y como si hubieran sido poseídos por una locura que les transmitía una fuerza descomunal, las tres bestias comenzaron a tirar de las sogas para cortarlas y romper los caños pasamanos del tranvía de donde estaban atadas.

Pero como el instinto del ser humano es el sentido que huele lo que la nariz no sabe oler, el antropólogo santiagueño tuvo una corazonada; tomó aire, y convencido dijo con firmeza:

- ¡Quieto Ñaro!, y uno de los animales lo miró.

- ¡Quieto Negro!, y otro de los mastines comenzó a mover la cola.

- ¡Hola Xuavia! dijo el mismo experto en tono cariñoso y de reencuentro con una vieja amiga, y la tercera bestia se hizo un ovillo en el suelo hasta orinarse.

¿Cómo es que conoces sus nombres?, preguntó la científica fueguina experta en antropología social ya resignada a todo. Y con las manos transpiradas de malos recuerdos, el antropólogo santiagueño le contestó: - Son los perros de la Guerra, de la Guerra de Malvinas. Yo estuve en aquellas amadas islas donde el viento besa en la boca.

De los dieciocho perros-soldados adiestrados por la infantería de marina argentina que fueron a Malvinas para combatir contra los ingleses, los más valientes y aguerridos fueron estos tres. Llegaron a las islas Malvinas el 7 de abril de 1982, cinco días después del desembarco argentino.

El 13 de junio de 1982 en pleno bombardeo inglés, el conscripto Carlos del Greco, que entonces tenía 18 años de edad, fue enviado por sus superiores a la primera línea de fuego con Ñaro, Raúl Andicochea fue con Negro, y Carlos Silva con Xuavia, una perra majestuosa que estaba preñada.

De los tres perros-soldados sólo Xuavia regresó esa noche al cuartel-base en Puerto Argentino. Ñaro y Negro murieron en combate como dos valientes, o tal vez fueron capturados como prisioneros de guerra y después ejecutados, nadie lo sabe, nunca fueron hallados sus collares.

La sorpresa fue cuando unas horas después, en plena noche y con mucho frío, la perra Xuavia salió corriendo del cuartel-base hacia una hondonada. Una patrulla de infantes de marina la siguió y a la madrugada la encontró. Estaba echada sobre el cuerpo de un soldado herido dándole calor para evitar que muriera de frío. La perra le salvó la vida.

Otro de los expertos preguntó: - ¿Si los valientes animales murieron en la Guerra de Malvinas, entonces ¿quiénes son estos perros, de dónde salieron?, y antes de que el santiagueño veterano de guerra, ahora científico, ensayara una respuesta, los animales finalmente cortaron las sogas y atacaron sin piedad a la comitiva.

Adiestrados para la guerra, habían sido enseñados a no morder en los pies porque el enemigo calzaría borcegos con puntas de acero, ni en el tórax por los chalecos antibalas, por lo que apenas se liberaron de sus ataduras fueron derecho a los genitales de los expertos.

Uno de los perros trepó hasta la yugular del irlandés y le despedazó el cuello hasta desangrarlo. A la experta fueguina empezaron por masticarle los senos, y a los otros los seccionaron de tal manera que las partes de los cuerpos quedaron entremezcladas.

La sangre de los expertos de Memoria sin Fronteras tiñó de rojo el tranvía.

De madrugada, con la luna ya alta aunque cubierta por nubes cargadas de agua, mientras esquivaba cadáveres y chapaleaba sus pasos en los charcos de sangre de los expertos muertos, una sombra acostumbrada a caminar por las sombras con temple de iconoclasta, sin hacer el menor ruido, ingresó al tranvía y tranquilizó a los perros hasta hacerlos retroceder con sólo mirarlos. Sobre el cuerpo destrozado y moribundo del teólogo italiano cuya vida se estaba apagando, mientras reía con una risa honda que prolongaba las vocales, la sombra le propuso un trato al moribundo arrojándole unas cintitas amarillas escritas con birome.

En la primera cinta, firmada por Anastasio el Pollo, había escrita una copla:

"Aquí estoy a su mandao, cuente con un servidor, le dijo el Diablo al Dotor, que estaba medio asonsao".

Y en otra cinta, una segunda copla:

-"Mi Dotor, no se me asuste, que yo lo vengo a servir. Pida lo que ha de pedir y ordéneme lo que guste. Si quiere plata, tendrá: mi bolsa siempre llena está, y más rico que Anchorena, con decir quiero, será".

Aun sintiendo que se moría mientras un surgente de sangre tibia le brotaba por la boca, con gran resistencia anímica el teólogo italiano respondió:

- Maledetto diavolo e dannato Faust creolo figlio di puttana, non convincermi; !!! Preferisco la dignità alla vita eterna !!!.

Por respuesta, la sombra soltó una carcajada mefistofélica y todo quedó a oscuras mientras una lluvia sorpresiva inició su tarea de lavar huellas.

Algunos días después, cuando nadie pensaba que años más tarde llegaría a la ciudad el maldito Covid 19, los cinco expertos de Memoria sin Fronteras aparecieron con vida en una plaza llamada Plaza de la Intendencia.

Estaban maniatados cada uno y entre ellos; pies con manos y manos con pies. Y en la base de un árbol cercano, había un sobre con membrete de El Fabuloso Circo del doctor Chalita. En su interior una carta decía:

- La próxima vez que sospechen de mi persona o se burlen de mí, lo haré de verdad, sólo que en lugar de un tranvía pondré una ciénaga, en vez de carteles pondré víboras venenosas, y a cambio de perros pondré Tiranosaurios Rex. Olvidaron que las maldiciones malditas se llevan a cuesta a dónde uno vaya. En esta ciudad nada es lo que parece, ni siquiera ustedes. Firmado: don Gaspar, el gran hipnotizador, mago a domicilio.

En su informe, en el espacio reservado para narrar y calificar esta experiencia, los expertos de Memoria sin Fronteras escribieron cuatro renglones más uno:

- Maldición, sin confirmar

- Asfixia peso de la historia

- Humor, irónico

- Evaluación final: sin comentarios

En esta ciudad y en la vida, nada es lo que parece.



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