Devociones por las almas inmoladas
Algunas almas son productivas para el bien, algo que ocurre ya sea en la imaginación como en las propias calles del pueblo, donde se las venera y de algún extraño modo perviven en contacto con las demás almas aún envasadas en su carne. Si sus dueños o dueñas fueron asesinados injusta y violentamente, adquieren un poder religioso que la creencia popular absorbe a su favor, y los adopta con devoción.
Víctor Ramés
En su libro Duendes de Córdoba Azor Grimaut reunió en un capítulo menciones a viejas creencias que habían ido brotando en la ciudad desde mediados del siglo XIX. Allí recuerda los cultos a las "ánimas", que se mantenían activos hasta mediados del siglo XX y que cada tanto aún reaparecen. Entre éstas, recuerda Grimaut el caso de "El degolladito", datado por él en el año 1875, que tiene su origen en un riojano que vino a Córdoba con sus mulas, a vender productos de campo, y que aquí fue engañado, robado y degollado por unos cordobeses que conoció en un garito. La indignación, la piedad popular, una cruz y unas flores, unas velas en el sitio donde se encontró el cadáver, tejieron la devoción de "El degolladito". Esos rituales se hicieron recurrentes, debido a que mucha gente repetía que el muerto concedía ayuda a quienes mantenían en oraciones su recuerdo. Dice el memorialista cordobés que "El lugar se convirtió en un sitio de casi obligada visita de los que necesitaban gracias y los días lunes, el espectáculo que ofrecían los creyentes, entre los que abundaban enfermos –lisiados en especial- y los centenares de velas encendidas, era impresionante. La devoción por 'El degolladito', cuya fama cundió hasta en las provincias del norte, por referencia de los troperos, se mantuvo hasta principios de este siglo." La ubicación de ese ofertorio era sobre la calle Tucumán, entre las de La Rioja y Santa Rosa.
Una crónica con la que nos encontramos leyendo minuciosamente un diario del 10 de enero de 1872 confirma plenamente los datos enunciados por Grimaut, sin hacer mención del degolladito, sino la referencia más general, el finado. El informante, un escritor, era testigo de algo ajeno a su cultura, pero que era digno al menos de mencionar en su carta literaria. La información se incluye en "Carta a un Ángel", misiva dirigida a una mujer ausente, lejana, incluso muerta, por un cronista anónimo, en ese diario. Alfredo es el nombre que el autor se daba a sí mismo. Según cuenta, se dirigía a visitar a la señorita Leocadia Ferreyra, una de las primeras periodistas cordobesas (las otras dos eran las hermanas Rosario y María Eugenia Echenique. Las tres publicaron en 1871 un periódico llamado "La Religión"). Alfredo relata lo que vio durante su caminata, a media cuadra de la puerta de la casa a la que se disponía a llamar:
"Caminaba por la calle Tucumán, en dirección al rio, cuando vi como a distancia de dos cuadras una grande y viva llama en el suelo, al lado del cerco de una quinta.
Como no había aun conseguido calzar mis guantes cuando estaba cerca de la casa en donde debía entrar [detalle que tú perdonarás, pues no he hallado medio de omitirlo] y tenía alguna curiosidad, pasé más adelante.
Cuando estaba cerca de la media cuadra, me pareció que la grande llama no era una sino muchas, que distaban muy poco entre sí, y que debían ser velas.
Efectivamente: a pocos pasos de distancia de las personas que rodeaban aquella fúnebre hoguera, acaso recuerdo agonizante de las antiguas hogueras, me paré a contemplar.
¿Qué significaba aquello? Un sacrificio de la humanidad inocente y piadosa.
¿Cuáles serán los sacrificios religiosos de la humanidad en sus últimos tiempos...?
En un círculo de vara y media de radio, poco más o menos, se había cavado la tierra, formado en medio un bordo como el que suelen hacer en las sepulturas pobres, al lado se veían dos pequeñas cruces de palo.
Había infinidad de velas sobre y en derredor del bordo de tierra, y la luz iluminaba un trecho.
Me estuve un momento oyendo a aquella gente que hablaba de lo milagroso que era el finado y de su trágica muerte.
Había sido asesinado en aquel mismo sitio, habiéndolo sido también el compañero en la misma noche.
En la casa a que iba de visita supe, aquella misma noche, que la piadosa iluminación se hacía todos los lunes.
Cuando contemplaba el espectáculo de que te he hablado, esa multitud de llamas que se levantaban como otras tantas preces al trono de la divinidad piadosa, no pude menos de recordar, en presencia del sacrificio poco noble, esta pregunta de Emilio Castelar al presenciar una escena repugnante en Roma: «¿Es esta la ciudad del espíritu?»
¡Sin embargo, yo bendigo ese sentimiento de lo divino que hace posible la felicidad o el sufrimiento de los males de la vida aun para el miserable ignorante!
Si quitáis a esos desgraciados sus ideas y les dejáis su ignorancia y sus miserias, ¿qué consuelo les queda?
Bien están esos sacrificios piadosos. Los que verdaderamente me desagradan y llegarían a repugnarme son los sacrificios de víctimas humanas; los sacrificios de la inteligencia y del corazón... ¿me entendéis?"
El vínculo de estos cultos que arraigaban en el pueblo, procede de una antigua creencia sobre las almas que no pueden lograr el descanso eterno, debido a su azoramiento ante una muerte violenta y sacrificial. Azor Grimaut dice que "los lunes, siempre las mujeres, luego de haber terminado los quehaceres de la cocina y cuando la gente de la casa se iba a entregar al reposo, salían hacia el fondo, con las velas y el rosario, seguidas de los 'cuzcos'." Luego de rezar unos rosarios "pedían con extraordinaria devoción a Dios por las «ánimas benditas de purgatorio, para que las perdonara, sacándolas del padecimiento y llevándolas a la gloria»".
El valioso autor cordobés ha recuperado memoria también de otros altares populares, entre ellos uno en la zona del Hospital de Niños, en la calle Balcarce entre Corrientes y Entre Ríos, y otro en la calle Santiago del Estero esquina Catamarca, que siempre se encendía los lunes. La gente, certifica Grimaut, solía decir en tal calle hay un degolladito, aludiendo a esos "alumbratorios", como les llama el autor.
Nos corresponde aportar otro ejemplo sobre la vigencia de esa práctica, en el primer año del siglo veinte. Referencias tomadas del diario La Conciencia Pública de 1901, dan noticia sobre "El finadito". Era un culto, como se verá, bastante reciente, recogido en primera persona por el cronista y, por lo tanto, un testimonio entonces contemporáneo de esa devoción. Afirma el periodista que "en el Boulevard y al final de la calle Catamarca, todos los lunes por la noche acude un buen número de personas de ambos sexos a depositar como ofrenda, velas de sebo, al raso, enterrando de ellas en el suelo la extremidad inferior para que se sostenga verticalmente."
"El finadito", era muy milagroso según las mujeres que le rezaban cada lunes. El cronista averigua que las velas eran para "el finadito Simón", y le informa una moza que era un "buen hombre que alevosamente fue muerto a puñaladas por Nazario Colmenares". El periodista hace memoria por su cuenta, a partir de ese dato, y recuerda que aquel crimen había sido cometido diez años antes: Colmenares era "cadenero", es decir miembro de la fuerza de choque del club político creado por el gobernador Marcos Juárez, famoso por la violencia y la impunidad de sus métodos. Simón, la víctima, era por su parte "un buen cívico". El origen de esta devoción pequeña y local se remonta, pues, a 1890, plena época de enfrentamientos entre cadeneros juaristas y sus opositores de la Unión Cívica, sistemáticamente perseguidos y, en muchos casos, asesinados. "El finadito" fue un producto de esa violencia, y luego fue un alma con gratitud hacia quienes lo recordaban con fe. Dentro de esas prácticas populares, algunas devociones consiguieron ser adoptadas como milagrosas hasta volverse una tradición de culto masivo y- como la del degolladito- ser abrazadas incluso en otras provincias.
Descargá la nota:
Dejá tu comentario: