¿Cuándo llegan las pirañas?
Marta García
Dejó de pisar las veredas santafesinas por donde habían caminado sus amigas antes de morirse. Saber que ellas también habían andado por allí le gangrenaba la tristeza. A medida que iban desapareciendo las que había amado tanto, más veredas se iban haciendo depresiones.
La costanera se convirtió en una travesía de la pena sin Rosaura y sus chancletas demasiado chicas para sus pies fuera de borda.
Ya nunca más pudo disfrutar de las crecidas detonadas de pirañas brasileñas entrando en la laguna Setúbal, sin la boca de surubí de Marcela que jamás mordía el anzuelo.
Dejó también de comer las mejores tortitas negras de Santa Fe porque la panadería quedaba sobre el Bv. Galvez, ese que siempre cruzaba a las corridas para ganarle a las piernas infinitas de Maite.
Y renunció a la heladería Boneo y sus helados con forma de explosión porque estaba en una vereda de Villa Guadalupe transitada por la calentona Mecha que, tal como su nombre lo indica, cuando se encendía derretía los helados.
Sin agua salada, sin tortitas negras, sin veredas, sin helados y sin pirañas, perdió territorio y quedó desamorada. Cuáles habrán sido los motivos por los que el río Paraná sintió que esa mujer era un elemento extraño. Por qué esa ciudad cacheteada de camalotes e islas venosas la trató como un implante hasta encapsularla.
En su ciudad con salida al mar ya no podía moverse. "¿Si pruebo con una ciudad ajena?". Y se mudó a Córdoba, sin mar, sin recuerdos, sin amigas muertas adheridas a las veredas. Y sin puerto, por lo que descontaba que habría más espacio para caminar.
Y con la inocencia que tiene la pena cuando está cansada descubrió todo lo contrario apenas conoció la Cañada. "Claaro, ¿cómo va a tener salida al mar si por acá no pueden pasar los barcos", se explicaba.
Las carencias espaciales de esa ciudad ajena sin humedad oceánica la llenó de admiración porque aún así, las personas hablaban cantando y la recibían con los brazos abiertos de tanto bailar. El panadero de barrio General Paz aprendió a hacer tortitas negras para que dejara de mirarlo con furia mocoví. La dueña de la pensión de la calle Lima colgó en el zaguán una foto del túnel subfluvial para que sintiera que estaba entrando en Entre Ríos y no en una pensión. El Parque Sarmiento la esperaba cada domingo con el sol prendido. Y los pececitos del Pasaje Muñoz jamás dejaron de regalarle un instante de sal cautiva.
Empezó a amar esa ciudad ajena que alargaba el final de las palabras y aceptaba que ella se comiera las eses. Y si bien no le negaba espacios, tampoco tenía suficientes. Pensó en una decisión unilateral porque vivía sola, y desesperada porque no era momento para reírse. Esas decisiones que se toman cuando todas tus amigas están muertas y no hay nadie de tu familia cerca para tratarte como una loca: iba a recolectar espacios de donde fuera. Y como era redactora empezó por las palabras.
-Muy buena tu nota, querida, pero tenés que separar las palabras. Qué es eso de "elintendentesepresentóenelactoporel9dejulioacompañadoporsugabinete…."
-Ok…"el-intendente-se-presentó-en-el-acto-por-el-9-de-julio-acompañado-por-su-gabinete…."
-A ver… no… no, querida, es cuando escribís, no cuando hablás… parecés un robot… no tiene gracia.
Por qué tenía que separar lo que escribía y no lo que hablaba. Cuál era la diferencia sutil entre la humanidad y la robótica. Y vino la pregunta fatídica que jamás hay que hacerle a una mujer que extraña a las pirañas.
-A ver, ¿por qué escribís sin espacios?... a ver… a ver, explicámelo…
-Porque estoy juntando espacios para dárselos a la Cañada que es muy chica y no le entra el mar, y a la ciudad que le ha dado un lugar a una extraña como yo teniendo poquitos… pero un secretario de redacción no está preparado para entenderlo.
Como sabía que era cuestión de minutos su despido, juntó todo los espacios que pudo de las notas de sus compañeros y los escondió en su lenguaje hablado. No es que hablaba como un robot y escribía como una desquiciada. Entre cada palabra que decía se refugiaba un espacio sacado de la separación de las palabras escritas. Todo su vocabulario era un descomunal cargamento de superficies, extensiones, áreas y dimensiones. Espacios humanos.
Asomándose a la Cañada, habló en cascada y una a una cada palabra dicha liberó un espacio. Siguió repartiendo en sus conversaciones más espacios para esas personas que se lo habían dado al llegar a Córdoba. El panadero, la dueña de la pensión, los pecesitos del Pasaje Muñoz, el sol del Parque Sarmiento.
Nunca más volvió a Santa Fe y siguió robando espacios de la palabra escrita y almacenándolos en la palabra hablada. Sabe que falta aún más lugar en la Cañada para que entre una crecida repleta de pirañas sambando, y para que pueda navegar un barco. Solo un barco. El que traiga a bordo a Rosaura, Marcela, Maite y Mecha.
Y así llevarlas a caminar, esta vez por veredas nuevas que no saben que están muertas.
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