Chiflete

Marta García


(Foto: Kyla Ewert)
(Foto: Kyla Ewert)


-¿Pero será posible?.... ¡Golpeá la puerta antes de entrar al baño, chinita de porquería!

-Bueno, má... pensé que estabas en el super...

- ¿¡ Voy a ir al super a las 10 de la noche!?... y cerrá la puerta que entra chiflete...

Chiflete y yo cerramos la puerta y seguimos con nuestras vidas sin burletes como si no hubiéramos visto nada. Pero lo vimos todo. Mamá era más linda desnuda que vestida. Como que la ropa la embalsamaba.

Desde ese día, intenté encontrarla siempre detrás de sus desabillés de plush electrificados. Esa mujer desnuda, encerrada contra su voluntad, ¿sabría que era mi mamá y que yo era su hija vestida? ¿Me daría una señal y yo me desnudaría en un nanosegundo y amalgamaríamos piel con piel contra toda esa hermosura y tiraríamos esos desabillés de mierda que se enganchaban en los pellejitos de los dedos?

-¡Ay,dios míooo!... ¡Quién me sacó la toalla del baño...! Vos... seguro que vos... la putísima madre que te parió.

La putísima madre que me parió era esa que no necesitaba de ninguna toalla. Hermosa mi putísima madre toda mojada. Pero la esperpéntica, herida de ropa, ruleros y chancletas, quería secarse. Y secarme.

Nunca más abrí la puerta del baño. Y no volví a ver a mi mamá, la verdadera, la desnuda. Seguí con la que nos desencontrábamos en nuestros guardarropas plagados de malos entendidos.

Cuando años después entró en coma, sin que ya pudiese recurrir a su ropa sin cable a tierra, volví a reencontrarme con mi bellísima mamá desnuda.

Fue un momento fugaz pero pude ver lo que le había pasado a ese cuerpo hermoso. Mi mamá vestida no había ahorrado maltratos y abandonos a mi mamá desnuda.

Pezones carcomidos al detalle por Paget, mirada embalsamada, carsinomas entintando la piel, brazos rígidos, boca de latita de picadillo abierta y vacía… tanta hermosura tapada de demencias.

Pero ahí estaba. Después de tantos años. Como pudo. Esperándome para despedirse.

Antes de que el crematorio cerrara la puerta alcanzó a entrar un chiflete.

Quizás fue el mismo de aquella vez porque vino directo a mí y me peinó como se peina a una amiga. Luego, abrazó al ataúd y desapareció con mamá, dejándome ahí, como el fotograma de una estampida.

Ese chiflete fue su última caricia. Nunca más me peiné.


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