Alguien que recoja la palabra
Marcelo Casarin

Al volante de la Citroneta iba hacia Chilecito: la tarde estaba entrada y el motor ratatatatá, sereno, acompasado, sin arritmias.
Partí de La Rioja un poco tarde, de la casa del compadre Guzmán, de donde no se sale indemne, sino lleno de imágenes de sus pinturas, y de los buenos vinos que ofrece. Este mediodía tuve que rechazar los segundos con la justificada razón de que debía volver a la ruta y llegar al menos a Chilecito. La sobremesa se hizo larga. Anoche nos desvelamos con Guzmán, pintor riguroso de dramas humanos: le propuse hacer un libro con unos bellos grabados en los que anda enredado hace un tiempo.
Cada vez que vengo a La Rioja, en los últimos años, procuro hacerme un tiempo para encontrarme con Moyano, pero no hemos coincidido en el último tiempo. Si no me equivoco, nos vimos justamente en Chilecito hace uno o dos años. Él estaba de concierto con su cuarteto y yo me arrimé a escucharlos y después nos fuimos a comer algo. Es un hombre amable y simpático, de quien publiqué, cuando apenas era conocido, un cuento, "El rescate". Es una de las prosas más conmovedoras que leí en mi vida. Es la historia de un pleito por el agua que, en La Rioja, como en tantas provincias argentinas sigue siendo escasa, especialmente para los pobres. La disputa es entre dos familias, cuyas chacras son colindantes y deben turnarse en el uso del agua. Hay una traición, una apropiación indebida del turno del agua y allí se desata una pelea que termina con un muerto y un prófugo. La historia es conmovedora, pero la narración, las voces cruzadas en el relato, construyen una atmósfera opresiva que mantiene en vilo al lector. Este relato ya anticipaba al gran narrador en el que se convertiría ese muchachito que conocí a fines de los años 50. Siento un afecto especial por él: es como un niño grande, atento, sensible y amable; y aunque siempre se lo ve de buen humor, se advierte en el fondo de sus ojos un dolor antiguo y profundo.
La Citroneta, su motor, ratatatatá, me recuerdan que voy conduciendo. No sé cuánto falta para llegar a Aimogasta y después tomar el empalme con la ruta 40 que me dejará enseguida en Chilecito. Acelero porque hay a la vista una pendiente y una subida. Vamos Citro, vamos, le digo en voz baja para no amedrentarla ni distraerla en su trabajo. Pronto viene una curva y veo que el sol se está yendo detrás las montañas. Me dejo llevar por mi vehículo y me viene otro recuerdo que no sé precisar en el tiempo: es de cuando aprendí a leer. Sé que era muy pequeño y que al principio era mi madre la que me leía. De lo que tengo claridad es de cuando empecé a intentar escribir: yo tendría unos 14 o 15 años y llevaba una especie de diario en el que anotaba las cosas que me ocurrían, ideas o acontecimientos importantes para mí. Recuerdo también haber escrito por entonces algunos poemas que fueron luego perdidos u olvidados. Cómo me hubiera gustado desarrollar el oficio de la escritura; me faltó talento o paciencia, no lo sé. Hubiese querido dejar testimonio escrito de tantas historias oídas en tantos caminos andados. Caminos que no son los del turista; tampoco los del viajante, aunque anduviera por ahí comprando y vendiendo cosas.
El turista pasa por los lugares sin dejar huella. Reclama lo previsible: el plan, el cronograma. Pasa por museos, monumentos y paisajes como si no hubiera estado: fotografía. El turista consume y paga más de lo que vale lo poco que recibe: un alto precio por estar más incómodo que en su casa. No recuerda donde estuvo hasta que está de vuelta y revela las fotografías tomadas y vislumbra apenas lo que vivió.
Me reconozco mejor en el viajero. El que viaja sin la prisa del turista y prefiere los paisajes humanos, aunque no desdeña la naturaleza. Se interesa por lo que sienten y piensan los hombres y mujeres con los que se encuentra en los caminos. Sabe conversar, pero prefiere escuchar y aprende de lo que oye y de lo que ve. Yo también tomo fotos, pero de aquellas cosas que, intuyo, guardan un secreto y siento el impulso de grabar ese instante, esa escena, para que alguien la vea quién sabe cuándo. Dicen que mejor que leer es releer porque a una línea familiar le sigue otra que se revela de pronto; un poco así es la experiencia del viajero: disfruta de volver a los lugares, recuperar personas y sitios familiares, y otros novedosos que no advirtió en la visita anterior. El reencuentro con los amigos y con quienes tuvo alguna conversación más o menos prolongada, más o menos profunda, vuelven a la memoria como un vino fresco y ligero en verano; o uno templado, espeso y oscuro en el invierno.
Al volante de la Citroneta voy hacia Chilecito, donde me espera Don Benancio, quien me dará alojamiento: ducha tibia, rica cena y cama limpia. Por la mañana compraré vino y quesos en lo de la comadre Ramona Montiel, quien me pagará algunos libros dejados en el viaje anterior y aceptará en consignación ejemplares del nuevo libro y la nueva plaqueta. Antes del mediodía espero estar en ruta hacia Belén.
En Belén me aguarda Faustina, la encargada de la biblioteca pública del pueblo, que ella misma atiende de lunes a viernes, de 16 a 20. Nos veremos en el local que está en el extremo de la plaza, al lado del correo. Me recibirá con pudoroso afecto y unos mates recién inaugurados, endulzados con miel o arrope de tuna y con algún yuyo que nunca acierto en distinguir. Sé muy poco de ella, de su vida y me siento siempre en deuda con ella: le dejaré los libros que le han encargado algunos lectores que tengo por allí: también se dejará ejemplares de las novedades que llevo para la biblioteca y en menos de una semana me hará llegar el dinero por un giro postal: no será mucho, pero ayudará a reimprimir o encaminar nuevas ediciones. Pero esta vez podré retribuirle algunas de las tantas: me ha anticipado que me dará un recado para su hermana que viven en el barrio Pueyrredón. Le dije que se lo entregaré a mi regreso a Córdoba, y no pienso cobrarle nada.
Al volante de la Citroneta, ratatatatá, acelero para encarar una cuesta y el motorcito se esfuerza un poco, pero late acompasado, sin síncopas, como el corazón de las mulas que abundan en estas sierras. Las ruedas finitas de la Citro se deslizan suavemente por el camino de ripio y arena y no trastabillan ni resbalan; y en eso también se parece a las mulas. La arena que levantan las ruedas tintinea en los guardabarros y de vez en cuando esa música se altera por alguna piedra que golpea el chasis y me pone momentáneamente en alerta.
El sol se está escondiendo entre los picos de la precordillera y el aire va refrescando un poco; y aunque es marzo y falta para el frío todavía, con la noche vendrá la destemplanza y quizá deba tirar un poco las varillas de la calefacción de la Citro.
Siento debajo de mí la nobleza de mi coche: la amortiguación suave y profunda en el camino ondulado hace que la marcha se parezca más a la de una balsa sobre las olas, en una travesía marina.
El motor de la 3CV solo pide que no le falte aceite y se refrigera apenas con el aire que le entra por la trompa. Jamás recalentará, ni sufrirá avería alguna por este motivo. Se cuentan proezas de estos motores que comenzaron a marchar en 1945; como la de alguien que llegó hasta la amazonia peruana y, a falta de aceite, puso bananas maduras en el cárter y pudo andar varios kilómetros con el improvisado lubricante vegetal.

Al volante de la Citroneta iba a Chilecito. Había dejado atrás Patquía: El sol era una bola roja por el oeste/ y la luna una bola rosada por el este. /El cielo se fue apagando y el sol se perdió de vista. / Y la luna quedó sola / por un tiempo / recostada contra un cerro bayo: / estaba entera, llena, brillante. // Seguía en mi Citroneta / habiendo dejado Patquía / yendo a Chilecito / cuando la luna, más luminosa, más redonda / no tuvo tiempo de estar sola: / sobre el lomo de los cerros del oeste / entre los surcos del sol ido / apareció la primera estrella, / Lucero. // En mi Citroneta seguía a Chilecito que / según Sarmiento / debía su nombre a los mineros trasandinos / que varios siglos atrás / llegaron / para arrancarle relumbres de oro y plata a los cerros. // En estas errancias andaba / cuando creí oír las voces de una reyerta:/ Hoy es mi día y quiero para mí todo el cielo, / dijo la Luna. / Todos los días son míos / y siempre soy la primera. / No eres estrella, eres Venus, /planeta. / Planeta no eres tú, satélite: y tu luz no es tuya, dijo Lucero.
Cuántas veces he soñado versos, poemas, relatos enteros, que me parecían bellos; y al despertar he intentado escribir lo soñado y, cada vez, he tenido la misma decepción que Tartini con aquel trino del Diablo. Mis escritos no estaban a la altura del sueño y he dejado esos papeles abandonados por ahí.
Pero no reniego de mi suerte: he sabido recoger la palabra y las imágenes de otros y estoy orgulloso de mi catálogo. Eran, en su mayoría poetas, narradores, dibujantes y pintores jóvenes, con pocas o ninguna publicación; y ahora son artistas consagrados: Juanjo Hernández, Herbert Francis, Héctor Tizón, Ezequiel Martínez Estrada, Daniel Moyano; Alfredo Veiravé, Juan Gelman, Armando Tejada Gómez, Manuel J. Castilla; Carlos Alonso, Crist, Fontanarrosa, Hermenegildo Sabat, Antonio Seguí… y siguen nombres.
Tengo dos proyectos para este año que me tienen muy entusiasmado. Un libro de poemas y dibujos inéditos de Romilio Ribero, que murió tan joven. Publicó apenas dos libros El tema del deslindado y Libro de bodas, plantas y amuletos, con poemas mágicos y bellos, tanto como sus sorprendentes dibujos y pinturas. Romilio, tempranamente consagrado y tan pronto olvidado. Llegué a un acuerdo con su viuda, Susana Summer, y creo que será un gran libro.
El segundo libro es con Glauce Baldovin. Negrita me ha criticado varias veces la ausencia de mujeres en mi catálogo; en mi defensa aduzco que el ambiente que frecuento es de hombres. Me presentaron a Glauce y me interesé por publicar algún cuento de un libro que, decían, había sido premiado por Casa de las Américas; supe también que recibió un premio, hace varios años por unos cuentos en el concurso que hizo la editorial Assandri, de Córdoba. Me sorprendió cuando me dijo que no tenía cuentos publicables. Yo había leído algunos de sus poemas, que circulaban en hojas dactilografiadas. Poemas intensos y bellos como los ojos de esa mujer pudorosa que me dijo que no creía que ella pudiera hacer un libro, pero que una plaqueta tal vez, dejame pensarlo.
Si me preguntan lo que tienen en común la mayoría de mis autores, además de su juventud y potencia creativa… diría que el rechazo de las injusticias y la rebeldía hecha voz en estéticas diversas. No panfletos: testimonios humanos en una cierta cuerda poética.
Al volante de la Citroneta iba. El motorcito sereno, la marcha pareja, ratatatatá, cuando la noche ya era irreversible, en una curva y sin aviso se apagaron las luces y el motor. Por un momento sentí temor de perder el control del vehículo y estrellarme, pero enseguida la luz de la luna me ayudó a detener la marcha en un tramo recto y parejo del camino, un lugar seguro en apariencia.
La semana pasada Jorge González, mi mecánico, el pediatra de la Citro, como me gusta llamarlo, la revisó en detalle y me dijo que motor, suspensión, frenos y dirección estaban en perfecto estado, aunque me advirtió que hacía tiempo que no recibía una revisión integral del sistema eléctrico. Pájaro de mal agüero él o indolente yo, espero que solo se haya soltado algún cable de la batería, algo tan frecuente en caminos de ripio.
Acomodo la Citro en la banquina y busco la caja de herramientas: saco la linterna y la enciendo; levanto el capot de mi noble coche y le digo: qué te pasa, qué te pasa. Reviso los cables de la batería: cada uno está en su borne, firme; reviso otros cables y no veo nada fuera de lugar. Hago una prueba con un destornillador y compruebo que la batería está descargada. Debe ser el alternador.
De tanto andar caminos y contando con la simpleza de mi auto, he aprendido los rudimentos de una mecánica de emergencia que varias veces me sacó del paso. Pero si el problema es el alternador, se me queman los libros (aunque un editor no debería hablar en estos términos).
La Citro, aun averiada, me ofrece su hospitalidad: como hice tantas veces podría acomodarme en la caja para pasar la noche; bastaría apilar las cajas de libros de un lado y pocas cosas más y meterme en mi bosa de dormir, que siempre me acompaña en los viajes. Tengo pan, queso y vino, qué mejor cena.
La otra posibilidad es intentar llegar a Chilecito. Si no me fallan los cálculos, estoy a unos 6 o 7 kilómetros: una hora y media o dos a pie, si no consigo que alguien me lleve. Creo que es lo mejor. No perder la noche, llegar a Chilecito y llamarle a Negrita para que no se aflija. Dormir bien y mañana ocuparme de la Citro.
Cierro el auto y con mi maletín, mi campera y un bolso que lleva alguna muda de ropa, empiezo a caminar por el borde de una banquina lisa y pareja. La noche de marzo es fresca y agradable. A poco de andar, se me aparece la luna entre los cerros. Estuvo oculta por un rato y ahora vuelve redonda, blanca, luminosa. Regresan a mi memoria unos versos de Pessoa, trasfigurados en mi voz. Mi voz escondida, apagada por el decir ajeno, por haberme ocupado de recoger la palabra ajena, la mirada de otros hecha trazo. Me siento el intermediario de signos, conector de ojos, labios y oídos. Un marchand de versos, párrafos, líneas.

En estos pensamientos estaba cuando advierto, por las luces que aparecen y se pierden en el camino ondulado, que un vehículo se aproxima: le hago señas para que se detenga y me lleve. Está cerca, acelera, me encandila. Me deja lleno de tierra. Alcanzo apenas proferir un insulto y advierto que se trata de una camioneta del ejército o de la gendarmería: más vale solo que mal acompañado, me digo y sigo caminando.
Muy pronto aparece otro vehículo, que se detiene y el dueño me invita a subir. Es un hombre mayor, de voz serena y amigable, que viaja día de por medio de La Rioja a Chilecito. Es comisionista. Me dice que tuve suerte porque ya a esa hora pasan pocos autos y los que pasan no se detienen. Le cuento el episodio de la camioneta y me dice que no cree que sean de gendarmería, sino del ejército, de la V brigada de Montaña. Se ven muchos milicos por estos días en Chilecito, no sé en qué andarán. No retuve el nombre de mi benefactor, quien me dejó en el lugar preciso de mi destino
Poco más y estoy en la galería de la casa de Don Benancio, que tantas veces me ha dado cobijo. Recién bañando disfruto una sopa espesa, un vaso de vino y la compañía y la charla del anfitrión. Nos ponemos al tanto del tiempo pasado desde la última visita y enseguida me dice que me deja: sabe que el día ha sido largo y que mañana a las ocho me espera Ramírez, el mecánico del pueblo para ir a rescatar a la Citro. Apenas me acuesto, rendido, me duermo profundamente.
Siento una mano que me toma de los pelos y me arranca de la cama. Una linterna me encandila, una trompada me da en el estómago y un rodillazo en el rostro, un golpe en la nuca. ¡Negrita!, grito. En el cuarto hay tres hombres que no hablan, intercambian señas y se turnan para golpearme. Oigo ruidos que llegan desde otras habitaciones de la casa, como si la estuvieran demoliendo. Recibo otro golpe, y otro. ¡Negrita! Alcanzo a decir y escucho algo como el llanto de alguno de los niños. Quiero incorporarme y forcejear y recibo más golpes. Quiero gritar y no me sale la voz. Siento sangre en el rostro que me obnubila y golpes y más golpes. Uno de los tres ha dejado de golpearme y mira como los otros lo hacen y me dice cosas horribles de mis libros: que les prenderán fuego, que prenderán fuego a la casa y que me van a meter siete tiros en la cabeza y que van a tirar mi cuerpo a un pozo, para que aprenda, por comunista, por zurdo hijo de puta. Entonces recibo un culatazo en la nuca que me tira al suelo y no puedo moverme: el hombre que hablaba se me acerca y hace sonar el arma que tiene en la mano…Y despierto sobresaltado: no estoy en mi casa, no está Negrita, no están los niños y nadie vino a golpearme. Estoy en el cuarto de la casa de Don Benancio. Fue una pesadilla, horrible. Todavía falta para que amanezca, pero ya no puedo conciliar el sueño.
Antes de ir por el mecánico le llamo a Negrita, que es de levantarse temprano. Se oye contenta. Le cuento lo de la Citro y no le digo nada de la pesadilla, para qué. Le pregunto por los hijos y por los nietos; le recuerdo que esperaba llegar hoy a Belén y mañana ya estar volviendo a Córdoba. Dependerá de la salud de la Citro, le digo. Llamame para que no me aflija, me dice; y agrega: andá con mucho cuidado mi amor.
A la memoria de Alberto Burnichon, editor viajero
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Comentarios:
- Laura Moreno: Conmovedor relato Marcelo, una delicia. Gracias!!!
- Marcela Rosales: Bellísimo, conmovedor, con la prosa impecable, el cuidado del otrx y la sensibilidad que caracterizan la escritura de Marcelo, el relato se deja leer como si se lo estuviese viviendo. Gracias!!
- Ricardo: muchas gracias...
- Ricardo y Elena (aussi La Negrita): ... qué lindo y transparente, Marcelito!!! nos ha muy mucho como dicen por ahí... Peroooooo, llorando por la Norita que se nos fue tan mal...
Abrazo desde el Chaco.
- Gabriela Dargenton: entre metáfora y memoria; el efecto poético de las letras vertidas en esta trama tan familiar como antigua ratatatatá su música... evocada.
Gracias Marce
- Carlos Gazzera: Qué increíble capacidad Marcelo de meterte en la piel de ese gran Editor. Burnichon no era un idealista ni un romántico, era un cuadro de la sensibilidad más profunda de nuestra sociedad, de lo mejor de nuestra cultura. Este relato es parte de lo mejor que tenemos hoy pra dar la batalla cultural. Necesitamos más Editores como Burnichon. Gracias Marcelo
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