Ahí se mantiene
Vi envejecer a muchos hombres. Me refiero a aquellos que, pasados los cien, continuaron subiendo la cuesta de los años todos estos años. Los requeridos longevos de Vilcabamba que, más tarde que temprano, terminaron despeñándose en la fosa común del tiempo. No yo.
El 17 de este mes cumplo ciento veintinueve. Soy nacido en Vilcabamba, como mi padre. Nacido y envejecido. Como él, trabajé toda mi vida en la agricultura. Para comer. Mi casa siempre estuvo llena de todo grano. Me casé tarde, a los cincuenta y cuatro, con una mujer de quince. Tuve ocho hijos, cuarenta y siete nietos y no sé cuántos bisnietos.
Yo me crié bien alimentado, bien cuidado. Me tomaba peroles de leche, calentita, ordeñando. Me comía unos quesillos, así, amarillos, secos estaban. Agarraba y los ponía al fuego para que se asen. Y ver cómo ya, a de eso de asado, se abría el quesillo, corría el aceite en las brasas, se apagaban las brasas. Y eso sacaba y comía con yuca, con plátanos maduros. Y me iba a trabajar.
Mientras estaba joven, no tuve ninguna enfermedad. Pero ni la cabeza me dolía, ni una gripe, nada. Bueno y sano. Por eso la vida entra por la boca. Conforme te cuidas, duras. Si más te cuidas, más duras. Pero nunca creí que fuera a vivir tanto.
Sabía que llegados los cien pasaría a ser del interés de los gringos. Que nuestras retinas son las de un cristiano de cuarenta y cinco, que nuestras arterias permanecen "permeables"… Tantas cosas. Debo decir que disfruté de ese requerir hasta que me cansé de contar lo mismo.
Entonces me puse a esperar la muerte. Mandé a hacer, para que no me echen en el suelo… Antes lo echaban al muerto en el suelo. Mandé a hacer una mesa, para que me pongan allí. Todavía la conservo. Después hice la bóveda, donde está mi mujer. Y el tiempo siguió pasando y llegó el día en que me convertí en el hombre más viejo de Vilcabamba.
¿No sería Dios que me había olvidado?
- El retraso es por alguna razón – me dijo el párroco –. Dios no olvida, Indalecio.
¿Algo había hecho mal, entonces? ¿Algo que Lo había ofendido? Pensé en las mujeres, pero eso, ¿a quién no le agradará? La distracción del pobre. El pobre, el rico, el gringo. Yo de joven solía tocar la vigüela. Las mujeres que vieren que uno tocaba la guitarra, por ejemplo, en una fiesta, o por ahí en una esquina, ahí se amontonaban… Pero cuando ya me querían cargar en tragos, agarraba y me iba. Ahí lo dejaba. No tomaba.
No me afligía el infierno, ni quedarme en la tierra para siempre, sino el haberle ofendido. Sara me preguntó qué me pasaba. Anduve con evasivas hasta que le dije:
- No pensaba que iba a vivir tanto. Mejor hubiera querido que me recoja Tata Dios, tierno, antes de ofenderle. Uno peca ignorantemente.
- Él te ha de perdonar – me dijo.
Pero mi aflicción siguió y ella se cansó. Empezó a contarle a los demás y algunos creyeron en una razón oculta. Los gringos, en tanto, se admiraban de mis años, sin sospechar que era el Dios que no me quería llevar.
No me atrevía a pensar en una injusticia porque eso podía ofenderlo más. Pero lo pensaba. Y también en lo que sería vivir con Él en el paraíso… El caso es que, fuere como fuere, me entraron unas ganas ciertas de morirme. Y como es Él, el que decide esas cuestiones, busqué una manera engañosa para hacerlo: comiendo huevos fritos, que son mi predilección.
Llegué a comer hasta doce en el desayuno. Se lo contaba a los periodistas, a los que recibía a cambio de unos pesitos, como explicación de mi longevidad. Hubo algunos que se largaron a imitarme, gringos y esos argentinos que andan por ahí haciéndose los gringos, todos enfermándose del hígado menos yo.
Y un día me harté. Fui hasta la dirección de turismo a decirles que no me enviaran más a los periodistas. Pero ellos, ni caso. Regresé una mañana, furioso, y les desbaraté las oficinas. Vi a los empleados estupefactos y caí en cuenta que había levantado el mostrador en vilo con mi antigua fuerza descomunal.
Recomencé con el huerto, desempolvé el arado, alquilé una yunta de bueyes. Volví a sentir el olor del pan, el aire bueno, los tordos volando hacia el atardecer. Se me ajuventó la voz, la risa. Y ya cuando el maíz amarilleaba la tierra comenzaron a avenirse los espíritus.
Primero fue el de Abertano Soria. Estaba cayendo la oración, yo me había recostado en la cama cuando, por la puerta que da al patio, ingresó una vela encendida, sostenida por el cuerpo de nadie.
- Veo que no tienes miedo – dijo el espectro -. Es algo que a Dios lo admira.
Y agregó:
- ¿No me reconoces?
- No – le contesté -. ¿Cómo habría?
- Soy Abertano, Indalecio.
¿Qué Abertano?, pensé.
- Ya déjame dormir – le dije.
A la tarde siguiente volvió con un retrato que le habían tomado en un estudio de Loja. Lo miré.
- ¿Me recuerdas ahora? – dijo.
No le contesté. Soplé en las brasas del fogón y le dije:
- Acércate, veamos si el humo me muestra al que dices que eres
Vi de a ramalazos su rostro, el mismo rostro de la foto envejecido y caí en cuenta que se trataba de Abertano Soria, un compadre de mi abuelo que supo ser tendero y cantor en las misas
- ¿A qué se debe su visita? – le pregunté.
- Vengo a pedirte disculpas
- ¿Disculpas de qué?
- Disculpas de parte de Dios.
Yo me quedé callado.
- Dice que lo disculpes… - insistió.
-Yo no soy quién para no disculparlo. De haber sido zopilote habría subido hasta allá para preguntarle qué lo había ofendido, pero me cansó.
- Él lo sabe y está arrepentido de haberte mortificado, Indalecio.
- ¿Eso ha dicho? Me tiene sin cuidado.
- Pide tu perdón, Indalecio. – dijo con solemnidad.
- Un Dios que me considera porque le perdí el respeto… Que haga lo que quiera.
Fui a la tienda a comprar panela y preparé café.
-¿Le apetece un tinto? – le pregunté.
- No me sucede cuando lo tomo, pero acepto.
-¿Cómo que no le sucede?
-.No entra a mi cuerpo. Bueno, es que ya no tengo cuerpo. Pero lo siento como si lo tuviera, por eso te acepto.
Abertano siguió viniendo todas las tardes, a la hora de la oración. Hablábamos de lo ocurrido en el día y de la melancolía sin tiempo de la vida en el cielo. De a poco fueron arrimándose los otros. Y entre ellos, entreverado, uno que se mantenía aparte, observando, callado.
- ¿Quién es ése? – pregunté un día.
- Ese es Dios, Indalecio.
- ¿Y por qué no se acerca?
- Ocurre que no quiere incordiar.
Ahí se mantiene.
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